LA CUEVA DEL OLIAO (II)

(Viene de I)

Acabadas las oraciones, los monagos agarraron unas parihuelas con telar dorado que traían en la caballería, las desplegaron y, ¡oh, sorpresa!, ¡si era el palio de la iglesia!, el que cubría el relicario en las procesiones. El chico y el bicho no lo podían creer. ¿De verdad esperaban que saltasen hasta ese artefacto? ¡Ni locos! Primero, era inseguro que de un brinco acertasen con sus huesos en el sacro telar; pero no cabía duda de que si tal sucedía, el palio no podría paliar la velocidad de la caída: lo atravesarían como un tordo una tela de araña y acabarían espachurrados en el suelo. En un principio, “¡que Dios me perdone!”, pensó lanzar al animalico, y si la tela resistiera, quizá… Pero al mirarlo, desistió: sus destinos estaban unidos.

-¡¡¡El cura te salvará!!! –gritaron los de abajo. ¡¡El cura te salvaráaa…!! ¡El cura te salvaráaa…! –se burló el graciosillo retumbo del Zacae.

Y el cura, invocado por todos, ya vestido y bajo palio, que para eso se había traído y no para saltos acrobáticos ni otra cosa, se dispuso a salvarlo: sacó los santos óleos y administró el viático a distancia. Latines, sahumerios de incienso y oraciones mezcladas con relinchos de mulo, graznidos de córvidos y lejanos aullidos de lobos volaron hasta el abrigo. El cura le estaba dando la extremaunción. Estupefactos, el muchacho y la cabra contemplaban la extraña representación que abajo, muy abajo, se desarrollaba. Al finalizar, el cura ungió el paredón y alzando la voz tronó:

-¡Bizcuejo…, encomiéndate a Dios y reza por tu alma pecadora! ¡Dios te acogerá en su seno, aunque no lo mereces! ¡Mañana, si se puede, vendremos a darte cristiana sepultura!

Y así acabó la ceremonia en el cascajar: la comitiva recogió los bártulos, los cargó en el mulo y arreó para el pueblo con viento fresco. Pero antes de que cuajara la desesperación, ¡hombre de poca fe!, ahora cayendo desde lo alto del farallón, llegó un alentador grito amigo:

-¡Allá va la soga, Bizcuejo! ¡Allá va la soga…! ¡Agárrate y baja…!

Se ve que sus compañeros de cacería, después de haber levantado la liebre del aviso por el pueblo, que hasta tocaron a rebato las campanas, tomaron la ruta de la Loma del Picazo para acercarse a la caverna desde arriba. Iban pertrechados con una larga y estrambótica soga, que habían hecho empalmando cuantos pares de lazos y ramales de burro habían reunido. Algunos parecían bastante desgastados, como rosigados por ratas, pero no había tiempo de florear el material. Así que, fuerza manda, valía todo. El muchacho y la cabra miraron la cuerda que venía del cielo. Pronto llegó a la altura de la cueva y siguió hacia abajo buscando el pie del paredón.

-¡¡¡Así de fácil, Bizcuejo, en cuanto llegue abajo te agarras y bajas!!! –vociferaron los de arriba. ¡¡Te garras y bajas…!! ¡Te garras y bajas…! -repitió el eco parlanchín.

Esa cuerda, que era el cordón umbilical que podría mantenerlo en la vida antes de que la noche heladora y la muerte cayesen sobre el pétreo útero de la covacha, buscaba el lecho del barranco. Incluso, en un arrebato de ternura, decidió atar a la cabra y bajarla primero. El bicho pareció leer los generosos pensamientos del muchacho, que se desentumecía los dedos y miraba esperanzado el descenso de la maroma. Pero, “¿qué pasa ahora?, ¿por qué se detiene?”.

-¡Soltad más soga…! ¡Soltad más soga…! –chilló como lo haría un ahorcado.

Mas la cuerda dejó de bajar. Los pares de lazos y ramales empalmados ya habían llegado donde podían, que no era mucho, pues desde su punta hasta el pedregal habría casi un campanario de distancia. Comprobado el error de cálculo, los de arriba se asomaron al precipicio y exclamaron:

-¡A espabilarse, que si nos cae la noche aquí, el señor cura nos tendrá que “oliar” a todos! ¡¡¡Bizcuejo, mañana vendremos con más sogas!!! Y el eco añadió: “¡¡Con más sogas…!! ¡Con más sogas…!”. Y también de los de arriba…, nada más se supo.

La cuerda inútil oscilaba frente a la gruta como una culebra muerta. La cabra y el muchacho intercambiaron otra mirada profunda con la que se decían: o nos arreglamos solos o morimos juntos. Caía el anochecer y la temperatura. O se hacía algo ya, pero ¿qué?, o tocaba rezar para bien morir. El cojudo, de ánimo más resuelto, agitó la cabeza para tomar la iniciativa. El chico pensó que él quizá pudiera salvarse, así que, con un gesto de respeto y ternura le franqueó el paso. El bicho entendió. Se acercó al abismo, observó la soga y calculó. Al punto, como si llevara ventosas en las pezuñas, el titiritero descendió por una ruta invisible de diminutos peldaños que no escapaban a su experto ojo caprino. En menos que dura un padrenuestro, llegó a la punta de la soga. Allí paró y miró al chico. Después, el saltimbanqui reinició el descenso y alcanzó el fondo del barranco.

Ambos se columbraron en la larga distancia que va de la vida a la muerte. El muchacho iba a acurrucarse y renunciar a la existencia, cuando, ¡oh, sorpresa!, el animal volvió a trepar. Al poco, llegó al cabo de la cuerda y se puso a berrear mirando hacia arriba. Entonces entendió: la cabra le señalaba el camino, el camino de la existencia. De perdidos al río, se descolgaría por la soga hasta la punta y después se dejaría guiar por ella. Se frotó las manos y se colgó en el vacío. La soga fría le quemaba los dedos, pero milagrosamente aguantó su peso. Empezó a bajar. Cuando llegó junto al cojudo, éste retomó la ruta de salientes que él sí podía adivinar. Zigzagueando, dibujando una escalera sinuosa en la pared, bajó más y esperó. El chaval comprendió: seguiría el invisible camino caprino. Soltó la cuerda y buscó con las yemas de los dedos y la punta de las alborgas los salientes que había encontrado el rumiante. Nunca le faltaba una grieta o una prominencia donde hallar enganche o apoyo. La secuencia se repitió varias veces. La cabra descendía otro tramo y esperaba la llegada del chico. Al fin, ambos llegaron salvos al pedregal. Entre lágrimas y jadeos, humano y rumiante se miraron con ternura (¡quién sabe si también con amor!) y se despidieron sin una palabra ni un balido. Ambos sabían que pertenecían a mundos diversos..., Diversos sí, pero no distintos. Más ruidosos resultaron los desengañados grajos, que se quedaron sin cena. El chaval, con las sombras de la noche armadas de puñales de hielo pisándole los talones, inició una carrera hacia la supervivencia, hacia Jalance. La noche cerrada le cayó por el Salsipués. A trompicones a veces, “a palpón” otras, “a colondrones” las demás, llevó sus carnes hasta su casa, donde familia y vecinas rezaban ya un rosario por su alma.

Lo que pudo ser tragedia devino en comedia bufa. ¡La de puyas que tendría que aguantar “el Bizcuejo”, desde entonces “el Oliaó”. Ni sus amigos ni el cura salieron bien parados, claro. “Más vale ponerle nombre a una cueva que a una lápida” , repetía “el Oliaó” una y otra vez siempre que se metían con él. Y es que el vulgo jalancino, al que nunca le ha faltado el ingenio y la gracia, para perpetuo recuerdo de lo allí acaecido, para imperecedero conocimiento de ese pacto entre hombre y cabra, de ese acuerdo firmado en el Barranco del Zacae ante la madre Naturaleza, bautizó esa covacha con el nombre de “Cueva del Oliaó”.

No debemos olvidar que, como acertó a intuir “el Bizcuejo” en el mismo momento que renunció a matar al animal (y esa es la gran enseñanza de este cuento), en toda época, en todo lugar del mundo y en todas las religiones, “los dioses perdonan siempre; los hombres, a veces; pero la Naturaleza -¡ay!, la Naturaleza no perdona nunca”.

José Vicente Poveda Mora