EL TÍO POMPILLO (I)

Por José Vicente Poveda Mora


El deseo de combatir los efectos del atropellador paso del tiempo en los dolientes cuerpos de los humanos no es privativo de nuestros días; si bien quizá se esté llevando ahora a sus extremos máximos. El anhelo de mantenerse aparente e indefinidamente joven lleva hoy al uso y abuso de ungüentos mágicos, de implantes silicónicos, de liposucciones escultoras, de estiramientos epidérmicos y de cirugías de toda índole. Todo vale –y vale mucho, por cierto- con tal de mantener reparada la fachada aunque la casa se hunda por dentro. El tío Pompillo también quiso conservar un aspecto juvenil hasta el fin; si bien, y esta es la gran enseñanza que este cuento tradicional jalancino nos transmite, lo importante no está en estirarse el pellejo, sino en salvarlo.

Cuentan que por aquel entonces, en las profundidades del siglo dieciocho, la Muerte parecía tener fijados sus cuarteles en Xalance, pues tal era el ensañamiento y dedicación con que se aplicaba a su trabajo. En saco roto caían las preces y coplillas que brotaban a borbotones de cientos de xalancinos gaznates en los aguardentosos amaneceres de las fiestas mayores: “... que nos libre del mal de garganta y de pestilencias nos pueda salvar...”. Carcajeábase la Muerte de las canoras invocaciones. Si en episodios de cólera, viruelas o fiebres varias ejercía su oficio a destajo, en tiempos limpios de pestes tampoco olvidaba al vecindario: uno de cada dos nacidos no alcanzaba a cumplir los cuatro años y todo aquel descarado que osaba pasar de los cincuenta era cuidadosamente anotado en su viejo obituario de pergamino.

Un gelatinoso atardecer de verano, yacía la Muerte bronceándose los zancajos sobre un haz de cañotes en lo alto del cerro del Calvario. Tenía sus omoplatos encajados al palo de la cruz que coronaba el montículo. Absorta y meditabunda, mientras se deleitaba escuchando el, para ella, dulcísimo tañer a entierro de las campanas del, por entonces, flamante campanario, tachaba en su libreto el nombre de la última visitada: Quiteria Poveda. Sonrió y anotó la fecha: 26 de junio de 1742. Satisfecha ante tanto trabajo tan bien hecho, la Muerte estaba feliz, se sentía un poco calavera. Hojeaba las amarillentas páginas cuando…, de súbito…, al fijar las cuencas vacías de sus idos ojos al pie de una de las hojas, su
óseo armazón se irguió como movido por un resorte. Fémures, tibias y peronés se incorporaron rígidos. Falanges, tarsos y metatarsos empezaron a tintinear. Su palidez cadavérica adquirió el rubor azafranado de la indignación y..., finalmente, castañearon sus osteoporósicas mandíbulas.

-¡ Demonios !, el tío, el tío..., el tío..., ¡¡¡el tío Pompillo!!! ¡Vaya despiste mortal! ¿Cómo pude ser tan “zorritonta”? De los cuarenta y ocho quintos que fueron, el cuarenta y siete me lo llevé hace más de quince años... -vociferó la Muerte.

Mientras urdía cómo corregir con prontitud el desaguisado, el cortejo fúnebre, negro y silencioso, disponiéndose a acompañar a Quiteria en su viaje postrero, acudía a la calle de la Carnicería al pie del calvario. Volvió a ensimismarse la Muerte. Miró de soslayo hacia el sur, hacia las onduladas lomas donde antaño los moros sembraban a sus muertos.

Plaza Mayor abajo apareció Mathías Roses, el cura, con los avíos propios de la ocasión. Andaba flanqueado por una docena larga de “monecillos” armados de cirios, cruces y candelabros. Los “soterraores”, azadas al hombro, cañizo bajo el brazo, iban detrás “guiscándose”, gastándose bromas. La Muerte, reparó en el buen humor de sus asalariados y volvió a recobrar confianza. No alcanzaba a comprender dónde había metido el zancarrón. A pesar de todo, le reconfortaba pensar que el tío Pompillo tenía menos porvenir que esas despistadas y famélicas pulgas que pululaban por los repulgos de su sudario.

Un día más, el sol se desangraba hundiéndose entre los montes del Campichuelo. Desde lo alto del cerro del Calvario donde se hallaba, se veía el “terrao” de la casa del tío Pompillo, en la placeta del Perdigón, cerca de la calle del Castillo.

Los espesos atardeceres del Xalance veraniego olían a siega y a paja aventada. En las eras que orlaban el pueblo, junto al rulo, empezaban a dormirse los “trillones”. ¡Arres burros! de hombres, risas de niños, ladridos de perros, asnales suspiros, todo se mezclaba con el toque llamando al rosario por el alma de Quiteria. Ya la noche acogía a Xalance en su negra halda cuando la Muerte empuñó con firmeza su “chisporriante” guadaña. La media luna “parpaguiaba” en su sangrienta hoja. Pronto segaría una nueva vida, ¡la del tío Pompillo!

Sin barruntar lo que se le venía encima, agotado por un interminable día de trilla, ayudando a nietos, biznietos y demás ralea, el tío Pompillo dormía en un jergón que hacía Dios sabe cuántos años no compartía con nadie. Añoraba la compañía de su Micaela, ya no sus carnes, que no hay mejor baleo que el tejido con sus ochenta y nueve años bien cumplidos. Soñaba que aún era ese niño que, con un “zarabil” de pan y una “almostá” de higos secos en el fardel, seguía con sus amigos los rastros de los lobos hasta sus mismas guaridas. Recordaba que... De repente, sintió como si su camastro rebalgara enloquecido..., luego paró con brusquedad, como mula de alquiler, y cayó sobre sus ensoñaciones una losa mayor que el Picarzo la Erjua. De entre la polvareda de sus sueños rotos emergió el pérfido perfil de la Muerte que, acercándose a él, le soltó:

-Tío Pompillo..., tío Pompillo... ponte en paz con Dios y con los hombres que mañaaanaaa… a la hora de la siesta..., yooo... vendréee... por... tiii... Haré míos tus hueeesooos… y dormirás para sieeempreee… en el carnero… de la iglesia…

(Continua en II)