HISTORIAS DE AMILCAR (1)

¡Cuidado con esos cables, que llevan mucha corriente. Que nadie se acerque y mucho cuidado con los “regles” y la “ferralla”, porque como los toquéis con ellos os electrocutaréis!

Negros nubarrones presagiaban una inminente tormenta de verano y la humedad hacía mas insoportable el, ya de por sí, agobiante calor manchego mientras Amilcar, a falta de otras medidas de seguridad que por aquellos años no parecía importar mucho a nadie, prevenía a sus hombres del peligro que corrían aquella mañana del mes de Julio del año 1970.


Eran media docena de operarios jalancinos los que trabajaban en la construcción de un depósito de agua potable destinado al abastecimiento de tan preciado líquido a los habitantes del municipio de Alatoz, en Castilla - La Mancha, y ya habían llegado a la cota final, solamente les quedaba el cerramiento. La obra había ido creciendo en altura hasta alcanzar los cinco metros, esa misma distancia es la que se había reducido entre ellos y los cables de alta tensión, que ahora pendían amenazantes a poco más de dos metros de sus cabezas.

Si quieres que trabaje para tu empresa, mi sueldo tiene que ser el doble que el del oficial que más cobra.

En esos términos se dirigió Amilcar al dueño de la empresa que quería contratarlo, el cual, conociendo su valía y sus dotes de liderazgo, finalmente aceptó sus condiciones. Porque, como decía él, para eso se había esforzado en sacarse el título de “Maestro Albañil”, en CEAC, por las noches, quitándose horas de sueño y de necesario descanso después de largas jornadas por esos andamios de Dios.

Amilcar siempre alardeaba de haber ido por delante de los demás, eso sí, gracias a su esfuerzo, porque nadie le había regalado nunca nada. También procuraba ser un buen ejemplo para sus dos hijos, Angel, que contaba entonces catorce años y Juan Carlos, nueve.

Mira Angelín, si quieres ser algo en la vida te tienes que esforzar por serlo. Yo, por ejemplo, iba en bicicleta cuando todos iban caminando; me compré la moto, ya sabes, la Iso, cuando los demás iban en bicicleta y la furgoneta Dos Caballos cuando solamente algunos habían podido comprar una Guzzi.

Los truenos sonaban ya cercanos, siempre precedidos de intensos fogonazos eléctricos. Estaba claro que la electricidad se empeñaba en ser la protagonista principal aquel día.

Había llegado el momento del almuerzo en la obra, media hora en la que cada uno engullía con apetito lo que su mujer o su madre le había puesto amorosamente en el fardel de la merienda. También era el momento de la tertulia, de contar algunos chascarrillos o cotilleos y de liarse algún cigarrillo. Amilcar participaba como uno más en la conversación. Todos lo apreciaban y respetaban porque conocían su capacidad de organización y de trabajo; era un estratega de la obra, como su tocayo el general cartaginés Amilcar Barca lo fue en el campo de batalla. Cuando había colocado a cada uno en su puesto, él no se quedaba de brazos cruzados, sino que se ponía a colocar ladrillos como el primero, o lo que fuese menester.

Cuidado con los cables y con todo lo metálico, que la corriente y el hierro se atraen, igual que el Pedrillo y la Juliana…, que saltan chispas cuando se ven…

Entre bromas, seguía insistiendo machaconamente a sus hombres sobre el peligro que corrían.

Algunas gruesas gotas de agua se estrellaron contra el suelo o en las sudorosas espaldas de los trabajadores, señal segura de que la tormenta estaba a punto de descargar sobre ellos.

Tapad como podáis las zonas en las que el hormigón esta aún blando y vamos a ponernos a cubierto, que esta puñetera no parece tener buenas intenciones.

Mientras daba estas instrucciones, Amilcar agarró con ambas manos la escalera metálica que les había servido para subir y se dispuso a colocarla en un lugar adecuado para que sus compañeros pudiesen bajar del tajo y buscar refugio. Pero al levantarla no se percató que estaba violando la distancia de seguridad permitida. Y cuando el extremo de la escalera se aproximó a medio metro de uno de los traicioneros cables eléctricos, le ocurrió lo que toda la mañana había estado tratando de evitar que les ocurriese a sus compañeros…

Saltó el arco. Un conocido fenómeno por el que un conductor eléctrico con tensión e intensidad atrae a cualquier objeto metálico cercano.

Un intenso fogonazo luminoso acompañado de un desagradable y seco sonido alertó a todos de la tragedia que estaba ocurriendo. La intensidad de la corriente a 20.000 voltios que circulaba por el cable encontró un camino más fácil y a través de la escalera penetró por las manos de Amilcar, atravesó todo su cuerpo, produciéndole gravísimas quemaduras y salió por sus pies al suelo.

Durante unos instantes, que parecieron eternos, mientras la escalera era sesgada por la electricidad, Amilcar se convulsionaba violentamente y su cuerpo desprendía fuego por todas partes. Finalmente, una vez la escalera fue cortada del todo y la corriente dejó de pasar por él, fue lanzado como por una invisible y poderosa mano al vacío. Su cuerpo inerte cayó desde una altura de cinco metros y se estrelló contra las piedras, escombros y restos de obra que estaban en el suelo.

La tormenta, como queriendo añadir más dramatismo, si cabe, al siniestro suceso, comenzó a dejar caer con furia su carga de agua y granizo sobre todos ellos. Una extraña mezcla de olores se extendió de pronto por el lugar, el de la tierra mojada y el de la carne quemada.

Está muerto… no respira

Decía uno, incorporándolo por las axilas y volviendo a dejarlo.

Su corazón tampoco se oye, está muerto

Decía otro tratando de incorporarlo de nuevo.

De todas formas, debemos llevarlo rápidamente al médico, por si acaso.

Decía un tercero, volviéndolo a incorporar y dejándolo de nuevo en el suelo.

Al final decidieron cogerlo entre todos y a trompicones lo llevaron ante el diligente galeno del pueblo, el cual certificó inmediatamente que Amilcar respiraba y que su corazón, aunque débilmente, latía. ¡estaba vivo! ¡todavía estaba vivo!

Lo que no sabían sus compañeros es que habían sido ellos mismos los que le habían salvado la vida. De tanto cogerlo y dejarlo, de tanto moverlo, le habían hecho un rudo pero eficaz masaje respiratorio y cardiovascular. Su fuerte corazón de cuarenta años había hecho el resto.

Entre lágrimas de alegría y abrazos esperaron a que el médico le fuese quitando cuidadosamente los girones de ropa quemada que se habían fundido con su piel y limpiase, desinfectase e hidratase sus profundas quemaduras. Constató que el fuego había salido de su cuerpo porque la ropa interior estaba mucho más destruida que la exterior y añadió que, aunque él se declaraba agnóstico, aquel suceso le hacía pensar que, después de todo, quizás existiese alguna divinidad con poderes sobrenaturales, porque el hecho de que aquel hombre solamente tuviese quemaduras y alguna costilla rota, después de lo que había pasado, sólo podía tratarse de un milagro.

Una ambulancia lo trasladó con premura al Hospital General de Albacete, donde los médicos trabajaron mucho y bien para recomponer aquel maltrecho cuerpo.

No llores cariño, que a tu marido aún le queda cuerda pa rato.

Fueron sus palabras al despertar de la anestesia y ver a su mujer, María, llorando a su lado.

Tres largos meses estuvo Amilcar en aquel hospital, con María siempre a su lado. Tres meses en los que le hicieron, de forma impecable y profesional, montones de injertos, quitándole trozos de carne de un sitio para ponérselo en otro. Aunque a los pocos días de llegar ya era conocido y querido por todo el personal sanitario y hasta por la señora de la limpieza por su fuerte pero noble carácter de líder. Bueno, hay que decir que buena parte del mérito de esto último lo tuvo su mujer, María, cuya especialidad gastronómica, las “flores con miel”, que ella repartía generosamente, se hicieron famosas entre celadores, enfermeras y médicos, que se las rifaban. Y es que, al lado de un gran hombre siempre hay una gran mujer, y viceversa.

Fulanita, ponle la pomada a este pobre hombre, que se queja mucho.

Le decía a la enfermera de turno. Siempre mandando… organizando, a su más puro estilo.

Hoy Amilcar tiene ochenta y un años cumplidos y de aquel suceso no le quedó ninguna secuela, solamente algunas cicatrices que él exhibe orgulloso cuando la ocasión lo requiere. Como su tocayo Amilcar Barca lo hizo, seguramente, con sus cicatrices de guerra.

Genio y figura…

Jalance, a veinticinco de Febrero de dos mil once

Angelín, hijo de Amilcar