Por Armando Gresca y Lío.
Cuando en la soledad de mi despacho
rememoro los años vividos en mi pueblo, me llegan a la memoria
sucesos de toda índole, funestos, simpáticos, alegres, tristes,
bochornosos, y me cabe la certeza que en mi rostro se reflejan la
alegría y la tristeza, el desencanto y la desilusión.
No tuve infancia ni juventud, quiero
decir que carecía de todo lo necesario para un desarrollo integral.
Desde la orfandad más cruel hasta el hambre física me acompañaron
perennemente aquellos primeros 21 años de mi existencia.
Pero me acompañaban el carácter jocoso, alegre y dicharachero, porque me era tan necesario como el alimento, de otra forma hubiese sido imposible sobrevivir a tanta sinrazón y penuria.
La inteligencia me obligaba a pensar y
hacer preguntas pero la falta de instrucción, o sea, el
analfabetismo maloliente impedían que llegaran a mi mente las
respuestas que, en innumerables ocasiones, necesitaba para mi
lamentable situación.
Y decidme, queridos lectores, ¿qué
puede hacer un muchacho con 16, 18 o 20 años en tales
circunstancias para no caer en el desaliento, que te puede abocar
hasta incluso al suicidio? Pues lo que hacía, secarme las lágrimas
que habían surgido como una torrentera y salir a la calle alegre y
campechano, como si no hubiera pasado nada. Los vecinos lo único que
podían ofrecerme era compasión, pero lo que necesitaba era
solidaridad y no la encontré por ningún sitio.
Los que, por suerte, tuvisteis unos
padres que os alimentaban, os vestían y os daban los consejos que a
esa edad se necesitan, no podéis comprender como se puede salir de
una situación como la mía y sin delinquir o ser un paria en una
sociedad hipócrita y malsana.
Hoy, ya en la senectud, yo mismo me
hago cruces cuando me acuerdo de tantas situaciones peligrosas,
infames y crueles en las que me vi inmerso en el devenir de aquellos
últimos 7 años antes de mi marcha del pueblo. Como creyente -y eso
si que llama la atención, ser creyente un hombre que solo ha
recibido latigazos del Destino, inmisericordes e infames- tengo que
pensar que mi Dios me ayudó a salir airoso de aquellas situaciones y
que me libró de haber sido un delincuente, un asiduo de cárceles y
prisiones, o que me hubiese suicidado.
Ahora me alegro infinito de haber sido
como fui y sigo siendo: Un hombre honrado, caballeroso, solidario y
amigo de mis amigos. Moriré, lo tengo seguro, con una sonrisa en la
boca y sin resquemor hacia nadie.
Pero mira por donde pensaba escribir
algo cachondo y alegre sobre aquellos años y me he enzarzado en
contar cosas de mi vida que, estoy seguro, a nadie le interesan.
Vamos a corregir el desvarío y a centrarnos en otras cosas.
El Pocho y el Rafalete pertenecían a
esa raza de hombres señalados por quien fuera para tener los riñones
molidos y las manos agrietadas por el uso de las herramientas que se
utilizaban en las labores del campo. Fueron a las escuela solo 4 años
y apenas aprendieron algo que les quitara las telarañas de la mente.
Nada más terminar sus estudios, con 12 años, comenzaron a ir al
campo con su padre y hermanos mayores y poco a poco fueron
aprendiendo a manejar todo tipo de herramientas para la labranza.
Tenían la misma edad y habían nacido
en la misma calle, de ahí que desde su más tierna infancia salieran
juntos y fueran amigos íntimos. A los 18 años ya se creían hombres
hechos y derechos, apto para visitar las tabernas y tomarse una
botella de vino manchego e, incluso, ir a la casa de la calle Las
Moreras y echar una cana al aire.
Cierto día, sentados en uno de los
bancos del Parque fumando un mataquintos y mirando a las chavalas que
paseaban por el hermoso recinto, el Pocho dijo:
EL POCHO: -Joer, Rafa, si llegas a
estar ayer en el Mercao te mondas de risa con Juan Tortas.
EL RAFALETE: -¿Qué, que hizo arguna
de las suyas?
EL POCHO: -Hombre, no es que hiciera na
der otro mundo, fue que había un hortelano mogonero con un par de
canasta de higos, de lo der rabillo retorcío, y se hallaba dando
vuertas y más vuertas mirando las canasta que se le iban los ojos.
Se dio cuenta el hortelano y le dijo: -¿Qué, Juan,
tienes hambre pues come los que quieras? No hizo farta na más pa que
Juan Tortas comenzara a do manos a echarse higos a la boca, que
parecía una locomotora; se los tragaba sin mascar.
El mogonero se dio cuenta de la manera que se metía los
higos en la boca y los tragaba y creyó que le podía pasar algo, por
lo que le dijo: -Juan, por Dios bendito, por lo meno quítale el
rabillo que te van a sentar mal, a lo que Juan contestó: -Ahora
despué, en la otra canasta.
-Unos pocos guevos en la otra canasta,
le dijo el dueño de los higos, ya está bien y no comas ni uno más.
Juan obedeció pero ya se había engullido varios kilos. Se marchó y
no sé si pudo digerir tantos higos. Chacho, que tío tragando higos.
EL RAFALETE: -Yo le tengo ley a Juan;
no hay en to er pueblo un hombre más gueno y serviciá, es er
recaero de to er mundo y por un mendrugo de pan. Y encima es el
hazmerrei, er muñeco de feria de lo canalla y malnacío que se
burlan de su defecto y s´aprovechan de su bondá.
EL POCHO: -Si, es cierto; entoavía
m´acuerdo de lo que le hizo el canalla der Marcelillo con los
garbanzos y el cimenterio, que estuvo en un tris de costarle la
pelleja. Hay que tené mala sangre pa burlarse asina de un ser
angelica.
Miraron el reloj y dijeron de ir a la
taberna de Mateo a tomarse un par de vasos de vino antes de comer.
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