Por Armando Gresca y Lío.
Nunca me preocupe por saber los
motivos, las causas por las que recuerdas los acontecimientos, los
sucesos, las vicisitudes de los primeros años de tu vida y sin
embargo lo que hiciste ayer, o anteayer se han difuminado.
Será porque a esa edad la mente está
virgen y grava lo primero que ven tus ojos quedando ahí, abrochados
para siempre, sin que los emborrone el paso de los años y lleguen a
desaparecer.
Cuando, a veces, me encuentro delante
del ordenador y no sé qué escribir porque las ideas no afloran,
hago casi siempre lo mismo: Llevo la mente a donde deseo y comienzo a
rememorar los tiempos de la infancia y juventud allá en mi amado
pueblo y van apareciendo sucesos, personajes y personajillos que se
distinguieron por algo diferente al resto de sus vecinos.
Los entretenimientos, los juegos de la
chavalería eran tan distintos a los de hoy que retratan claramente
el cambio de la sociedad rural a la industrial, de pasar hambre a
tenerlo casi todo en el estado de la abundancia y del bienestar del
que hoy disfrutamos. Aunque parece ser que vamos a tener que
ajustarnos el cinturón porque se avecinan tiempos difíciles. Ya
veremos, decía el ciego.
Recuerdo que escuché hablar, al
comienzo de los años cincuenta o finales de los cuarenta, que una
pandilla de jovenzuelos, que se autodenominaba LA PARTÍA DE LA
INFLA, que eran cuatro y cinco jóvenes que, provistos de varas de
olivo, se dedicaban en altas horas de la noche a llegar donde se
hallaba un muchacho hablando con la novia por la reja de la ventana o
en la puerta de la casa, y blandiendo las varas le obligaban a inflar
los carrillos de aire, cerrando los labios y a soltarlo después, a
veces le hacían repetir si no quería ser apaleado.
Al que no obedecía le atizaban unos
cuantos zurriagazos con las varas que le quedaban señalados en las
espaldas y a presencia de la novia, para ridiculizarlo.
Se corrió el rumor y hubo alguna
denuncia por lo que la Guardia Civil y la Policía Local tomaron
cartas en el asunto, vigilando las calles. Pero no fueron las Fuerzas
del Orden las que consiguieron desarticular la banda de cazurros e
impresentables, no, fue un muchacho que sabiendo que un día iba a
ser él el amenazado le dio a su novia una vara de olivo, gorda y
bien derecha, y le dijo que la escondiera detrás de la puerta.
Una semana había pasado desde que la
novia cogió y escondió la vara, cuando el joven vio aparecer a
cuatro sujetos, con las caras tapadas y blandiendo sendas varas, que
llegaron a su altura y le ordenaron que inflara los carrillos de la
cara.
Sin inquietarse les dijo: -Ahora mismo
lo hago, esperar un momento y de espaldas a la puerta y mirándolos a
la cara, recibió la vara por parte de su novia y la emprendió a
golpes con los cuatro con tal brío y ejemplar manejo de la vara que
los cuatro salieron corriendo con las espaldas molidas a golpes. Acto
seguido, este muchacho se presentó en el cuartelillo y denunció los
hechos, aunque no había podido reconocer a ninguno de los atacantes.
Fue el triste final de esta pandilla de mastuerzos y tontos de
capirote.
Unos años después conocí a dos de
los idiotas porque se le fue la lengua a uno de ellos por haber
ingerido más vino de de la cuenta. Era la celebración del final de
la matanza en casa de unos agricultores bien posicionados
económicamente.
Nos habían contratado para amenizar el
evento a los 3 que componíamos el grupo de guitarra, bandurria y
laúd y llevábamos casi dos horas de jolgorio cuando apareció un
hombre al que conocíamos sobradamente y con el que nos unía buena
amistad, aunque era algo mayor que nosotros.
Me di cuenta que el idiota de marras se
separaba unos metros y le comentaba a otro: -Ese cabrón fue el que
nos atizó cuatro o cinco lapos en las espaldas cuando hablaba con la
que hoy es su mujer.
Estuve a punto de llamar a este amigo y
decirle: -Mira, ahí tienes a dos de los que quisieron que inflaras
los carrillos de la cara cuando hablabas con tu novia, se le acaba de
escapar a ese tontáina de la boina.
Pero desistí porque ya debería haber
prescrito la falta o delito que cometieron y por no intuir cual
hubiera sido la reacción de este hombre, además no tenía necesidad
de crearme enemigos. No sé si hice bien con callarme, pero no me
arrepiento.
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