Descripción e interpretación de la fiesta
(Los Santos Inocentes, 28 de diciembre)Antes de que raye el alba por el Alto Alcola, antes de que cuaje la escarcha en los tejados del Jalance dormido, siendo aún noche cerrada en sombras, nieblas, gatos en celo y desabridos hielos, a eso de las cinco y media de la madrugada, los protagonistas de la fiesta, los locos (antes los más estrambóticos especimenes del barrio de Arriba y de la Picota, hoy cualquier sujeto juerguista del pueblo) y los quintos abandonan sus sueños y sus lechos y empiezan a colocarse su peculiar atuendo. Ropas viejas, rotas y remendadas, del derecho o del revés, empiezan a cubrir sus ateridas carnes. Van ornadas con serpentinas, guirnaldas y papeles de colores. Fotos eróticas y procaces de hembras lujuriosas cubren petos y espaldares (apología de la lascivia). El atuendo del loco, el uniforme de la locura, estaría incompleto sin la joyería o bisutería agropecuaria que se adhiere o pende de los ropajes: cencerros o esquilas, colleras o sogas de ajos a guisa de collares y colgantes compuestos por dos pimientillos secos y una guindilla (boleta) o un zuro en medio (parodia de la dotación sexual masculina). Finalmente, se tiznan y pintan la cara (apología de los facinerosos) y, tras encasquetarse un gorro salpicado de palomitas de maíz a modo de cucurucho o capirote (como los que antaño ridiculizaban a los ajusticiados por la Inquisición), agarran la porra hecha con la parte inferior de un tronco de enebro (otra simbología fálica) y se dirigen al punto de concentración en el centro del pueblo: la fuente de los Cuatro Chorros.
Seis de la madrugada: locos y quintos, flanqueados por una charanga jaranera, inician vocerío y estrépito de músicas. Es la peculiar “despertá” de la fiesta más antigua, loca y desinhibida del calendario jalancino. El repiqueteo sordo del tambor y de la caja convocan al resto de instrumentos. Como estalactitas de hielo negro, los clarinetes empiezan a descorchar corcheas que se congelan en la gélida niebla de la madrugada. Los roncos lamentos del saxo y los glaciales desplantes de la trompeta completan el aquelarre musical. Y empieza la faena: los locos, acompañados por el tropel de músicas, recorren el pueblo, en especial la carretera, parando a los locos madrugadores que, desafiando al hielo y al sueño, tiraban de la caballería para ir a coger olivas (en el Jalance de herradura) o que pasan en enloquecidos coches por la carretera (en el actual Jalance de neumático). A todos les exigen dinero (antes comida) y les compensan con tragos de bebedizos indefinibles de aguardientes y endiablados destilados, con el denominador común de que todos ellos superan en 40 ó 50 grados la temperatura ambiente. Esta invitación continua al consumo de brebajes alcohólicos se da para lubricar las mentes y hacerlas así permeables a la desinhibición que exige la nueva moral. Loqueando, loqueando, los mandamases del día, los locos, se dedicarán con denuedo al derrumbe de los tabúes de toda índole.
Ocho de la mañana: locos, quintos y músicos se retiran al lugar convenido a acomodar el almuerzo y a dar cuenta de él. Panceta, careta, morro y embutidos variados chisporrotean sobre las ascuas y, sin dejar de chisporrotear, se sumen de inmediato por los gaznates voraces. Entre chullas y bullas, los músicos tienden sus ateridas manos hacia el fuego. Corre el vino. Con estruendo de risotadas y vocería se comentan los incidentes y anécdotas de las correrías primeras. Se planea el resto de la jornada: se organiza la usurpación del poder municipal, la inversión de jerarquías, normas y valores, el ajusticiamiento del cura, los bailes callejeros, la captura de botín... Mientras almuerza y bebe la loquería, la noche deviene en día, la niebla en sol, la escarcha en agua, el entumecimiento en sudor, el precepto en desinhibición, la moralina en transgresión y el café en carajillo.
Rondando las diez de la mañana, con los ánimos templados y los bandullos llenos, la loquinaria comitiva se dirige hacia el ayuntamiento. Hay que patentizar el cambio revolucionario que se ha producido en el pueblo y dejar claro quién es el que manda hoy tanto en la tierra como en el cielo. Ya en las dependencias municipales, enarbolan las porras de enebro para intimidar a los munícipes. Fuerza manda, el alcalde les entrega la vara de mando y la gorra del alguacil. El loco o el quinto (según épocas) que recibe el bastón queda así envestido como máximo edil del pueblo, mientras que el coronado con la gorra alguacilesca pasa a ser su lugarteniente y brazo de la Justicia. Una vez consumado la toma del poder político-militar, procede finiquitar la subversión social apoderándose también del religioso; ahora no sustituyendo al cura, sino simplemente eliminándolo. La religión no es suplantada por ninguna otra. Los mandatos y preceptos religiosos son vistos como inhibidores de las pasiones humanas y, por tanto, se los extirpa simbólicamente ahorcando (por las axilas) al cura... Eso si se deja atrapar, que algunos se arremangaban las sotanas y corrían como liebres corridas por galgos, mientras que otros (la mayoría) optan en poner tierra por medio y, en la mayor de las clandestinidades, siendo víspera de los Inocentes, se fugan del pueblo. Sin embargo, ocasiones hay en que acaban colgados del campanario o de cualquier carrucha en un patíbulo improvisado, entre los vítores de los locos y el jolgorio del expectante gentío que inevitablemente se congrega en cada ejecución burlesca.
A partir de ese momento, habiendo dejado claro quién tiene el poder, se acelera el desmadre. La ruidosa comitiva de los locos se enriquece con la incorporación de la chiquillería local más aguerrida y algún que otro tarambana o advenedizo, natural o forastero (siempre con amores etílicos) que voluntariamente se suma al cortejo. El nuevo poder instituido loquea y merodea por el callejero del pueblo. Se bebe y se incita al personal al bailoteo, al trago, a la juerga y al descarrío. Se piden (más bien se exigen) aportaciones económicas (antes de cualquier índole) a todo aquel que es sorprendido por las calles o en sus casas; hasta el punto de que los locos y sus adláteres parecen tener vocación de máquinas tragaperras, de sumideros monetarios o de huchas andantes. Se asaltan los bares y se sablea a sus clientes. Se paran los coches y se cobra el impuesto loquesco a los conductores. Antes, cuando nuestros amigos los cerdos eran sacrificados en las calles, los locos, como horda de gatos furiosos, acudían en tropel a recibir su parte de la matanza. Hoy se conforman con cobrar los arbitrios en especie en hornos y tiendas varias. Los locos imponen su ley, la ley del disparate, en virtud de la cual hasta el sacrosanto principio de la propiedad privada queda en entredicho.
Las dos de la tarde es la hora del yantar. Ahora se cuece una monumental sartén de gazpachos con pollo, conejo, champiñón... Después, aprovechando las ascuas, se pone a asar una nueva parrillada de chuletas y embutido. Locos, quintos y músicos, con sus proverbiales buenas tragaderas, entre desaforados trasiegos de vino, engullen el delicioso mejunje y cuanto se les pone por delante. Los músicos, sin dar reposo a sus belfos, pasan de soplar de una manera a soplar de otra, que todo es soplar... Todos reponen fuerzas... Ya han transcurrido ocho horas de juerga, un tercio de la jornada. Es el momento de recomponer capirotes y vestiduras..., de repintar caras..., de prepararse para lo que resta del lúdico descarrío.
Más o menos a las cuatro de la tarde, la comitiva loquesca reinicia sus actividades recaudadoras y alborotadoras. Se invaden los bares, se hace baile en ellos, se echa a los clientes a la calle, se monta a cuestas a quien pague la cabalgada... Y se bebe..., se bebe... y se sigue bebiendo... Y se baila..., se baila... y se sigue bailando. Y los músicos tocan..., tocan... y siguen tocando (y los que no son músicos, cuando pueden, también). Cae la noche precoz y cae la temperatura que se mide en grados mientras sube la del festejo y la de los cuerpos esponjosos. Algunos locos y algunos quintos, eso sí, doblan momentáneamente el remo y duermen la mona en el rincón de algún bar. Los demás, con la mirada turbia, aguantan el envite y organizan los mayores disparates del día: se organizan procesiones profanas donde, por ejemplo, el santo es substituido en las andas por el pavo que se va rifar por la noche, o por el loco más loco, o por el quinto más gordo, o por el viandante más despistado (santificaciones fugaces y extravagantes). Y se difunden disparatados bandos públicos de contenido burlesco, bien pregonados por el alguacil a toque de trompetilla, bien (hoy) usando la megafonía municipal. Y, cuando aún los había, se echaba al pilón al incauto peatón que se acercaba demasiado a la comitiva, etc. En suma, hay licencia para todo salvo para el tedio.
Alrededor de las 8 de la noche, llenas las huchas de las bolchacas, vacíos los buches, los locos buscan como locos la cena. Patatas fritas con ajos y huevos abren un menú que se vuelve a cerrar con más asadurías y se vuelve a regar con más y más vino. Algunos locos, demacrados por los excesos, con los tiznes y pinturas de la jeta diluidas por el sudor parecen zombis resucitados. Pero hay que aguantar: aún queda lo mejor.
Desde las once de la noche hasta las cinco y pico de la madrugada es el tiempo del retozo musical. El Baile de los Locos es la verbena más popular y salvaje de la comarca, pues también acuden cientos de jóvenes de los pueblos vecinos. Este baile ya se celebraba en Jalance desde (al menos) principios del XVIII. Se trata del antiquísimo “Baile de las Almas”, hoy sin ninguna connotación religiosa, donde cualquiera puede bailar con quien le dé la gana con solo pagar peaje al loco de turno. También se puede apoquinar para juntar parejas disparatadas, o para hacer bailar a separados, divorciados y similares. Todo está permitido (befas, ludibrios, expulsiones del local...) si se recurre a la calderilla, claro. Se da rienda suelta a la imaginación para hacer saltar por los aires a algunos de los tabúes que imponen su dictadura los otros 364 días del año. El gentío más juerguista de la comarca rivaliza en cometer despropósitos, en hacer el burro, en beber cubatas o, en su defecto, cualquier otra sustancia desconocida, pero de igual perversa catadura. Cuando los cuerpos flaquean, cuando el derrumbe físico es inminente, el personal, dando tumbos, ahueca el ala y abandona el alocado local.
A eso de las seis de la mañana del nuevo día, 24 horas después de haber iniciado la fiesta, los últimos locos supervivientes caen abatidos por el cansancio y los excesos. Sólo el agotamiento pone freno al desenfreno. Los sentidos desbocados están ya embotados y abotargados. Espesas capas de sueño, entre nubes de alcohol, tumban en sus lechos a los últimos locos; mientras otras capas, éstas de escarcha, vuelven a cubrir los tejados, donde gatos salidos y enamorados retoman sus conciertos impúdicos y libertinos (ellos son los únicos que hacen lo que les da la gana durante todo el año). Es el frío de la cotidianidad que vuelve a imponer su legislación letárgica en el pueblo. Lo que empezó con sueño y se vivió como un sueño acaba por el sueño; por un sueño distinto al sueño de libertad ingenua, primitiva y natural que se barruntó en el pueblo a lo largo de un día y una noche. ¡Abstemios!, ¡abstenerse!, que en los Locos de Jalance, todo está permitido. ¡Todo...! ¡Todo...! Todo menos el aburrimiento.
Como hemos visto, la fiesta de los Locos es un delirio de los sentidos, un desboque de la irreverencia, un ensalzamiento de la algazara y el regodeo, un paréntesis de furor incivil –paradójicamente nacido con la civilización- en la monotonía del año. El festejo de los Locos de Jalance es un fósil viviente de varios siglos de antigüedad, una reliquia histórica de gran valor etnográfico que, al igual que el resto de patrimonio más tangible que hemos heredado, es un tesoro que debemos legar a las generaciones futuras con todo su brillo y su delirio: con todo el brillo de su pureza y con todo el delirio de su locura.
José Vicente Poveda Mora,
ex-alcalde de los Locos
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