Se recordó como si hubiese sido picado por un arraclán. Encendió el candil. Escudriñó las sombras. Por la puerta de su cuarto miró hacia la “bajá” al corral. Nada. En la cocina, enroscada junto a las “tiebles”, dormitaba la gata. La puerta de la calle tenía el tarugo por dentro. Como broma de sus nietos no parecía ser, tomó el sueño por premonición cierta y..., ¡más sabe el diablo por viejo que por diablo!, sin resignarse, decidió burlar a la Muerte.
Cuantos más años contaba, más deseos tenía de seguirlos contando. Tramar debía una treta con que dar esquinazo a la puerca Parca. El tío Pompillo era un viejecillo corto de talla y largo de ingenio, así que “en el inte” dio con el remedio, cambiándole la cara de perro manteado que desde el brusco despertar tenía, por la de gato gordo en caja de sardinas.
Fuera, junto a su puerta, un terco grillo herrero cantaba para un nutrido grupo de “reluzánganos”. Los cascos de las primeras caballerías de la madrugada empezaban ya a resonar a hueco por las cuestas de los callejones. Desde un poco más abajo, allá por la calle Abadía, llegó una voz familiar que salmodiaba: “Las cuatro y sereee...nooo...” .
Fue el caso que, al cabo de doce horas, cuando ardían las chicharras por los Vallejos, fiel cumplidora de lo avisado, con el libreto bajo el descarnado sobaco, la Muerte, guadaña en banderola, silboteando una marcha fúnebre, se personó despreocupada en la casa del tío Pompillo. Levantó el picaporte y empujó la puerta. Entró –como siempre- sin llamar... Pero, cual no sería su sorpresa..., su incredulidad..., ¡su indignación!, cuando, tras realizar una meticulosa búsqueda desde la bodega hasta la cámara, halló el nido vacío. El tío Pompillo se atrevía a retarla. ¡Quién tal pensara! El muy iluso... La Muerte tiró tres o cuatro guadañazos al aire, profirió amenazas, soltó anatemas y juró y perjuró que no escaparía de su arte y oficio, que había de dar con él, que tomaría de él venganza, que le daría muy, pero que ¡muy!, ¡¡muy!!, ¡¡¡muy mala muerte!!!, tal cual, como es obvio, se merecía.
Águila que acecha su presa, subióse la Muerte a lo alto del castillo. ¿Dónde estará el “rastrapajas” éste? Se preguntaba una y otra vez, mientras oteaba en vano el pueblo y sus alrededores. Viendo en peligro la reputación y la estima, en que los vecinos la solían tener, dejando a un lado su orgullo, bajó, humilde, de su alta atalaya para registrar calle por calle, casa por casa, palmo a jeme, el pueblo todo.
Se acercó primero a la balsa que había al final de la calle de la Iglesia. Allí, en un corrillo de gente que “grajoleaba” animada junto a unas chumberas, trabó conversación, preguntó por él, pero nadie supo darle nueva alguna. Desengañada, llevó su osario ambulante a la plaza Mayor, donde unos niños jugaban con rulos de piedra. Nada sabían del tío Pompillo. “Atrobinada” y nerviosa, cuando la noche se le venía encima, se encaminó al Collaico.
Uno por uno, fue revisando a todos los que venían entremezclados con la interminable hilera de caballerías. Registró carros, cargas y serones… Por ahí tampoco estaba. La Muerte se sentía burlada. Nunca antes le había sucedido una cosa así. Y pasaron días..., meses... y años de búsqueda, y seguía sin aparecer. El tío Pompillo se estaba convirtiendo en el único e inexplicable tachón del, hasta entonces, ¡pulquérrimo! expediente de la Muerte.
Una tarde de mayo de muchos años después de estos inexplicables hechos, mientras la gente acudía a la parroquia a cantar las Flores, la Muerte merodeaba abstraída por la plaza de la Iglesia. Ya casi tenía olvidado al tío Pompillo. Veía la zarpa del diablo en ese asunto. ¡Una bromita del maligno! Claro, a lo mejor se había mosqueado por el aviso y consejo que diera al tío Pompillo para que se pusiese a bien con los cielos... ¡El diablo los prefiere sin confesar! ¿Cómo si no era posible explicarlo? Bueno, volviendo al negocio que ahora la ocupaba, se acercó sigilosa a una caterva de guachos que comían “ayatones” y jugaban “arreñalados” con huesos de albercoque.
Tenía que seleccionar a unos cuantos, ya que la viruela caía como granizo entre las hordas infantiles. Alguno ya parecía estar “atornajaó” . La muchachería, ajena al zascandileo de la Muerte, lanzaba sus cuescos.
-¡Los huesos pequeños son más “tinosos”! –clamó un rapaz.
A la Muerte le encantaba oír hablar de huesos. Había ya abierto el tétrico cuadernillo cuando, al “relojiar” a la encorvada muchachada, sintió el escalofrío de un hachazo que partía en dos su columna vertebral. Se inclinó para ver mejor..., fijó la vista en el trasero de un niño... Digo niño porque menudo como ellos era y como tal vestía, pero no por otra cosa; ya que por allí, por la ranura que ventilando las ingles permitía a la tierna rapacería hacer sus necesidades menores y mayores sin tener que bajarse pantalón o calzón alguno, sí, por allí mismo, por la indiscreta gatera de la entrepierna, colgaban opulentos y descarados algo así como el par de badajos de la campana gorda. Sí, sí... (los tanteó con sus falanges), no hay duda: son…, ¡¡¡son!!! Sus dedos descarnados estrujaron y sopesaron unos desafiantes atributos varoniles de peso y talla más que respetables. Los soltó y dio un paso atrás para cerciorarse. ¡No hay duda!, por la hendedura del pantalón del supuesto infante despuntaban unas entrecanas y colganderas pelotas que en modo alguno podían ser de niño, y aún cualquier mozo holgaríase en calzar tamaño calibre.
-¡Conque disfrazado de crío, tío Pompillo!... Por eso no te encontraba, maldito buscasiglos –le espetó la Muerte.
Presa de feroz euforia, mientras levantaba su guadaña para propinar el golpe definitivo que cercenase de cuajo los hilos que lo unían a la vida, las gentes que zascandileaban por la plaza de la Iglesia cuentan que, al tiempo que el tío Pompillo caía fulminado entre cuescos de albercoque presa de un repentino ataque de alferecía, los cielos se oscurecieron de repente y un vozarrón helador surgido del mismísimo más allá se superpuso al “Venid y vamos todos con flores a María…” que surgía de la iglesia y retumbó sobre la tarde primaveral de Jalance:
-¡¡¡Tío Pompillo..., tío Pompillo...,
que esos “güevos” no son de chiquillo!!!
que esos “güevos” no son de chiquillo!!!
Si bien en este punto no hay unanimidad en las fuentes, hay quien afirma que el tío Pompillo, mientras la vida se le iba a borbollones por el guadañazo, por eso de “¡que me quiten lo bailao!” pintó con sonrisas su rostro y musitó con sorna:
-Por la boca muere el pez,
sí, pero por los cojones…,
¡esta es la primera vez!
sí, pero por los cojones…,
¡esta es la primera vez!
José Vicente Poveda Mora
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