LA CUEVA DE LOS MOSQUITOS (I)

Por José Vicente Poveda Mora

Si alguien pensase que los mosquitos de este cuento actúan obcecadamente y sin seso, debe reparar en que su comportamiento es propio de humanos. “Más alto, más lejos, más fuerte” es el lema olímpico que incita al deportista a ir más allá, a batir sus marcas, a superarse, a vencer la endemoniada adversidad. ¿Cuántas cosas haremos simplemente para demostrarnos a nosotros mismos de qué somos capaces? Lejos de calificar de chiflados a los dípteros de esta historia, debemos pues admirarlos por su denodado esfuerzo. Además, la solidaridad, el trabajo en equipo o el tesón para llevar a cabo un proyecto común son valores resaltados por este cuentecillo jalancino. La Cueva de los Mosquitos: sólo lo difícil merece la pena.

En mitad del paredón calizo del cerro de Alcarroya, por la parte que mira al Júcar cerca del Puente Nuevo, se encuentra una covacha con una gruesa piedra junto a su boca que parece haber sido colocada allí por algún gigante, por algún hechizo o por virtud de alguna fuerza misteriosa. Bien mirado, parece un postizo, un añadido, algo fuera de lugar. Pues bien, esa enigmática gruta ha sido bautizada con el nombre de Cueva de los Mosquitos. Sobre el origen de esta denominación, la tradición cuenta lo que sigue:

Un bascoso atardecer de verano, bajo un cielo amoratado que barruntaba tormenta, un denso e inmenso nubarrón negro que sombreaba la mayor parte de Alcarroya y de Alguacil se movía zumbador girando sobre sí mismo como un tornado. El errático nublado, que parecía rebotar entre los humedales del Júcar y el dosel de nubes tormentosas del cielo, estaba formado por muchos…, muchos…, muchísimos millones de mosquitos de todas las especies. Por su rumbo veleta, parecían estar achispados. Se ve que, poco antes, el “tío Morruzas” , arriero especializado en los zumos de alborga, había perdido una carga de toneles por la cuesta de la fuente el Confite. Barriles saltarines que cayeron rodando y reventado como granadas maduras camino abajo.

El poderoso efluvio del vino y del aguardiente derramado fue el Internet y el “pásalo” que convocó a “botellón” a todos los bichitos de nuestro Señor aficionados al trago. Los primeros en llegar fueron los rapaces de la cuadrilla de “la Tasamente” . Mozuela así apodada porque, al ser requerida en amores por “el Rebalgaeras”, “el Orciquias” , “el Cortapichas” o cualquier otro de sus rijosillos compinches… (“¿Qué…, nos metemos al cañar a darle al asunto?”) ella, fingiendo fastidio mientras arreaba para el cañaveral, siempre clamaba: “¿`Tasamente´ ahora…? ¿`Tasamente´ ahora…?”

Pues bien, al tiempo que “la Tasamente” y los suyos aplicaban el morro a los surtidores que brotaban de los toneles regateados, mosquitos de todos los pelajes y cataduras fueron cubriendo al “tío Morruzas” , a sus mulas, a su carro, a los despojos toneleros y a la cuadrilla de muchachos. Entre gritos humanos y relinchos de mula, todos los que tenían patas salieron a escape cuesta el Confite arriba para Jalance. Y allí llegaron todos con ancas, brazos y pescuezos encendidos de edemas. Asustados y escocidos por las picaduras, conforme andaban hacia la Casa Ayuntamiento para dar el parte, iban alertando al pueblo del extraño fenómeno que habían vivido.

Por su parte, los dípteros de la contornada, millones y millones de ellos, continuaban acudiendo y se hicieron los amos de los efluvios aguardentosos. La poderosa llamada del vino que caía en escorrentía desde la fuente el Confite hasta Búcar seguía atrayendo a oleadas y oleadas de mosquitos de parajes aledaños. Venían de la Rinconailla el Monegre, de la Muela Juan Gallego, de la Torre… Y se unían a los de Búcar, Alguacil y Alcarroya que ya estaban empinando el codo. Unos y otros se pusieron como el Quico libando el rojo caldo que manaba de los toneles despanzurrados. ¡La trompa que agarraron los trompeteros!

Bien sea por los efectos del alcohol, bien por envalentonarse al verse tantos y tan juntos, lo cierto es que, tras acabar con todo lo bebible, una especie de inteligencia colectiva surgida de la euforia les llevó a tramar algo grande. Una tarde así, de abundancia sobrevenida, de trago fácil, de encuentros entre especies, de alegría y compañerismo, debía grabarse con letras de oro en los anales mosquiteros. Para eterna memoria de generaciones venideras de chupópteros, para conmemoración futura de aquella venturosa tarde de cien arrobas de vino y diez de aguardiente, debían entre todos impresionar al mundo mosquitero del futuro. ¡Erigir un monumento conmemorativo! ¡Levantar su arco/tonel de triunfo! Levantar una gran piedra del valle y colocarla en la cima del cerro de Alcarroya. Eso harían. La turba desatada de dípteros bolingas, sin más ni menos fuerza que la de su voluntad, se empecinó en hacer algo para lo que la madre Naturaleza no los había dotado.

Tras columbrar el valle, la infinita tribu de mosquitos puso sus miras en un pedrusco de cumplidas dimensiones con forma y tamaño de tonel que emergía entre los cascajares del río. Y hacia él se enfilaron. Y contra él se estamparon vanamente en sucesivos torbellinos sin moverlo ni una pulgada. El guijarrazo elegido, con hechuras de rulo de era, alcanzaría las ochenta o noventa arrobas de peso. Así, por más furor que ponían en el empeño, por más y más minúsculos esfuerzos que en continuadas oleadas se sumaban a la tarea, la musculatura colectiva de los insectos no conseguía izar la piedra del suelo. ¡Nada, imposible! Si apenas se movía… Pero no se sintieron derrotados, no, porque sólo fracasa quien no intenta superarse.

Quiso el destino que el ajetreo de la espesísima horda mosquitera no pasara desapercibido para las golondrinas y vencejos que patrullaban el Jalance crepuscular. Las aves hambrientas, sin calibrar bien sus fuerzas, se organizaron en bandadas y se lanzaron hacia el Bolariquio y la Peña el Gallo para entrarle a la mosquitería por la retaguardia. A la par de los pájaros, una muchedumbre de jalancinos con el concejo al frente, guiados por “la Tasamente” y los suyos, salía por el Barrio las Eras y se encaminaba para la fuente la Jordana (la que “cuando llueve, mana” ) y la Revuelta el Hoyo portando antorchas y tirando de haces de aliagas secas. Pájaros y humanos tenían un objetivo común: acosar a los mosquitos. Unos para zampárselos, otros para socarrarlos y acabar con la plaga. Y así, al tiempo que sonaba el primer trueno en el cielo, llegaron a darles vista: las aves desde el Bolariquio; los humanos desde las lomillas de arena y grava que avistan el cauce del Júcar allá por la fuente el Confite.

El escenario bélico, la Alcarroya crepúscular cuarteada por rayos, estaba preparado. Por un lado, las legiones dípteras seguían a lo suyo, ajenas a lo que se les venía encima. Ocupando la mayor parte del valle, el inmenso turbión de mosquitos seguía empeñado en remover el pedrusco. Enfrascado en mil maniobras, el nublado mosquitero adquiría caprichosas formas elevándose en un cielo tormentoso que intermitentemente se incendiaba en relámpagos.

En el otro bando o bandada, las veloces golondrinas, sin previa declaración de guerra y con el factor sorpresa de su lado, se lanzaron en vuelo rasante contra las capas inferiores de los desprevenidos mosquitos. El desafío estaba planteado.

En ese momento, los vencejos la emprendieron contra los insectos que volaban más alto. ¡Esto es Jauja!, debieron pensar los pájaros. Pero ¡ay!, millones de trompas tocaron de repente a rebato y, dejando a un lado la acribillada piedra, se dirigieron a vuelo de carga contra las bandadas de pájaros oportunistas. En apenas unos segundos las nubecillas de aves quedaron inmersas en el inmenso nubarrón mosquitero. ¡Imposible saber dónde acababan los pájaros y dónde empezaban los insectos! Chillaban las golondrinas y rompieron la formación. Tal hicieron los vencejos. Cada uno hacía ya la guerra por su cuenta rodeado de su particular torbellino de feroces chupópteros. Las aves engullían y engullían insectos, y seguían engullendo hasta que…, una vez colmado el buche quedaban inermes y expuestas a los picotazos que llovían por todas partes.

Poco a poco, los zumbidos se fueron imponiendo a los chillidos. Una de las golondrinas más lustrosas, la que parecía mandar en la bandada, tocó retirada. Lo mismo hicieron los vencejos. Se imponía una vergonzosa fuga. Pero ya era tarde. La enorme nube de mosquitos que sabiamente se había disgregado en ciento y la madre nubecitas, una para cada infeliz pájaro, seguían acribillándolos con sus trompas chupadoras.

Lentamente, como si fueran hojas de perfolla llevadas por el viento, las últimas golondrinas y vencejos del día fueron cayendo inertes sobre las adelfas, tarayales, junqueras y cascajales que orlaban el Júcar. Por desgracia, la granizada de pájaros muertos no puso punto final a la contienda.
(Continua en II)