LA CUEVA DE LOS MOSQUITOS (II)

(Viene de I)

Los primeros morciguillos de la noche, alertados por los zumbidos, irrumpieron retadores en el campo de batalla. Muchos salían de la cueva del cinto de Alcarroya; otros llegaban de todas las covachas del término. Mas el final estaba ya cantado. Los infelices morciguillos acabaron como las aves: cayendo aleteando al suelo. David vencía a Goliat de nuevo; pero es que eran muchos, muchos miles de “Davidillos” para cada Goliat. Ahora tocaba recoger el botín, aprovecharse de los despojos. Y a eso se aplicaron las chupadoras de sangre: las mosquitas picadoras, las cuales enchufaron sus trompas en las partes accesibles de sus víctimas y les sorbieron hasta los tuétanos.

Acabado el festín, las mosquitas, con más fuerza que los machos vegetarianos, fueron juntando una nube de aguerridas hembras que, merced a la energía ingerida en el banquete se dirigió con más decisión que nunca a proseguir su tarea: “¡¡¡A por la piedra!!!” . Aunque ahora su destino había cambiado: para perpetua deshonra de sus enemigos los morciguillos, colocarían el pedrusco en su misma guarida: en la boca de la cueva de Alcarroya. Y a ello se dedicaron: “¡¡¡La piedra a la cueva!!!” , trompetearon los insectos.

Primero fueron cien, luego mil, después un millón, al final, ¿quién sabe cuántas? Las mosquitas formaron sobre la roca una especie de cono de varios cientos de metros de altura que empezó a girar vertiginosamente sobre su eje, como si quisiera absorber el pedrusco. Una especie de tornado mosquitero empezó a remover la piedra del cascajar y poco a poco la elevó un jeme de su lecho. Ese fue el momento esperado por los mosquitos macho, los cuales, demostrando valor y desprecio a la vida, se fueron metiendo bajo la piedra y, empujando con sus lomillos, colaboraron decisivamente a que, al fin, se elevara sobre el suelo. Así, durante unos minutos, sobre una alfombra de morciguillos, vencejos y golondrinas muertas, el tormentoso atardecer del cielo de Alcarroya acogió a la cónica nube de insectos con la roca en el vértice levitando cual pompa de jabón, que oscilaba sobre los lomos del turbión de mosquitos macho.

Desde las oliveras de la fuente el Confite, sobre los guijarrales de las cuevas de la arena, a la luz de antorchas y relámpagos, cientos de jalancinos contemplaban incrédulos la apocalipsis díptera. En todas sus pupilas, que se abrían y cerraban al ritmo de los relámpagos, se reflejaba la misma escena: la gruesa piedra que sobrevolaba Alcarroya llevada por los mosquitos. El gentío estaba encabezado por la Corporación Municipal, con su alcalde, el “tío Badajo” (excuso explicar el origen de tal mote) al frente. Las gentes no podían dar crédito a lo que veían en el irreal claroscuro del anochecer iluminado por mil centellas. Aún no llovía.

Poco a poco, los giros del tornado fueron tomando altura y se aproximaron al paredón del Cerro de Alcarroya. Por un momento parecía que se iba a estampar contra los calizos farallones, pero maniobrando con sabiduría, el cono de insectos fue arrimando el pedrusco a la boca de la cueva, que parecía el ojo de un cíclope fosilizado. Y allí lo dejaron caer. Y allí quedó como la calcárea pupila de la cuenca de ese ojo.

Durante unos minutos, el nubarrón de mosquitos se retiró unos metros para contemplar con arrobo su obra. ¡Y sonaron las trompetas…! Hasta el redoble de truenos quedó apagado por los miles de millones de trompetas de los trompeteros... Nunca antes y nunca después ha habido sobre la tierra seres tan satisfechos con su trabajo. El pedrusco, con forma de tonel, colocado en el umbral de la guarida de sus enemigos, recordaría para siempre ese glorioso atardecer etílico de agosto.

La multitud que se había congregado en las graveras y arenales que se asoman a Alcarroya parecía petrificada. El prodigio protagonizado por los mosquitos estaba siendo procesado en sus cerebros. Mientras un rayo cortaba la anochecida allá por los Pisebriquios, las antorchas y algunos “sagatos” de aliagas que se habían encendido por precaución proyectaban una iluminación irreal sobre el entorno enmudecido de la fuente el Confite. El silencio quebrado por los truenos era sobrecogedor. Hasta los insectos dejaron de zumbar mientras, agotados, aterrizaban por donde podían. El Barranco la Canal, Alcarroya, Búcar, Alguacil y la Torre se fueron cubriendo con una espesa manta negra de mosquitos. Los jalancinos, ojos como platos de abocar, miraban estupefactos. Todos parecían hipnotizados… Y fue entonces cuando, en una pausa de la “tronisca” , sonó “el Badajo” , el alcalde más sonado de aquellos tiempos:

-Jalancinos del Barrio Arriba y del Barrio Abajo…, jalancinos del Artiquiol, de la Balsa y de los Callejones…, jalancinos del Barranco y del Barrio las Eras…, jalancinos todos… acabamos de ser testigos de un hecho portentoso, casi sobrenatural, difícil de comprender…, pero por suerte para vosotros estoy yo aquí para explicároslo… -en ese momento se empinó la bota. El primer chorro le rebotó en el belfo; el segundo le impactó en el galillo-. Lo que hoy hemos presenciado es una hermosa lección para todos nosotros… -nuevo trago-. Que no eran mosquitos… ¡no…!, que eran ángeles diminutos los que nos han enseñado a triunfar sobre nuestras limitaciones, a superar la fatalidad… -y vuelta a refrescarse el gaznate-. Jalancinos…, después de hoy, no nos será difícil ver a ciegos escalando altas montañas, a cojos corriendo como galgos o a mancos nadando como sardinas… -nuevo apretón a la bota-. Y es que… ¡nadie sabe de qué es capaz hasta que no lo intenta! –sentenció el inspirado “Badajo” .

En ese mismo instante, un culebreo de relámpagos incendió a la muchedumbre mientras un trueno seco abrió al fin las espitas de los cielos. El diluvio fue de los que hacen época. El agua que cayó de sopetón arrastró a los mosquitos, apagó las antorchas y los “sagatos” y empujó al “Badajo” y a sus jalancinos a buscar, tropezando, corriendo y casi nadando, cobijo en el cercano pueblo. Llovió y llovió más que cuando enterraron a Huevo Duro (“que de todos los que fueron al entierro aún no han encontrado a ninguno”) . El agua y el granizo siguió cayendo hasta más allá de la medianoche, casi hasta el alba.

A otro día, cuando el pueblo despertó, vieron asombrados a la luna llena brillando sobre el castillo, lo cual se tuvo como señal sobrenatural. Muchos creyeron que los astros los tildaban de “alunados”. Por eso, pensaron que lo de los mosquitos había sido una quimera, una fantasía o una alucinación colectiva. Para comprobarlo, todos (“el Badajo”, “la Tasamente”…) acudieron de nuevo a la fuente el Confite y miraron hacia el cauce del río. Ni rastro de la capa de mosquitos…, ni rastro de las golondrinas, vencejos y morciguillos muertos… La crecida del Júcar había arramblado con todo. ¿Y si hubiese sido una ilusión, un espejismo o un sueño…? Sí, eso debió ser: ¡todo había sido un sueño…! Pero…, ¡no es posible!, al levantar la mirada hacia arriba…, hacia el farallón del cerro de Alcarroya…, vieron estupefactos que una gran piedra tapaba la entrada de la antigua Cueva de los Morciguillos. Y…, ¡sí!, no había ninguna duda: era el mismo pedrusco que todos vieron volar llevado allí por los insectos. ¡¡¡La Cueva de los Mosquitos!!!, tronó “el Badajo” ¡¡¡La Cueva de los Mosquitos!!!, exclamaron todos a la vez. Y con ese nombre se quedó, pues, como ya se sabe, la historia siempre la escriben los vencedores.

Sea como fuere, el enorme pedrusco de la Cueva de los Mosquitos se yergue hoy en el paredón del cerro de Alcarroya como un tótem mágico, como el ídolo pétreo de una religión olvidada, como el sagrario prehistórico de una diosa muerta, como un monumento erigido en honor a la fuerza más grande y poderosa que hay sobre la Tierra; que no es la fuerza bruta del músculo…, ni la corrosiva del dinero…, ni la veleidosa del poder…, ni siquiera la ambigua de la inteligencia… Como nos prueba la Cueva de los Mosquitos, como nos muestra la gran lección que los puñeteros insectos dieron aquí a la humanidad, la fuerza real que ha hecho, que hace y que siempre hará girar al mundo es la fuerza de la voluntad.

José Vicente Poveda Mora