Nunca digas “de esa agua no beberé” ni “ese médico no es mi padre”. Pues, como ahora daré razón, yo bebí la que creí nunca bebería y no tuve por padre a un galeno, no, sino a tres. Sepan, primero, que todos me conocen por Bartolo Expósito. Sea lo de Expósito porque, contando yo unos tres años y no muchas más onzas de peso, amanecí en un cesto que alguien, por ver si recibía tratamiento de balde, dejó colgado en la reja del médico de Jalance. Nochevieja de 1800: el siglo pasado y yo dábamos las boqueadas. Tenía tan mal pelaje que el doctor dudó darme alimento o entierro. Y como optó por lo primero, siempre lo tuve por verdadero padre.
Medrando entre pomadas y potingues, pasé la infancia a la sombra del buen doctor. Tras su muerte por el cólera de 1812, su sucesor Don Dionisio, galeno de tan mala uva como de buen vino, me jubiló de mancebo por un asuntillo relacionado con la “inexplicable” mengua del tonel con el que se “desinfectaba las manos”. Así, me vi en la calle y desamparado. Por no tener donde ir y por natural inclinación empecé a frecuentar la taberna del pueblo. Allí coincidía con las fuerzas inglesas que nos ayudaban a luchar contra Napoleón. Como quiera que los hijos de la Gran Bretaña, llamaban a la taberna “Bar”, y como yo estaba en el “Bar” “to” lo que podía, dieron todos en llamarme “Bar-to-lo”, con tal éxito que no hay memoria ya de mi antiguo nombre. Así, pienso yo que, por esas, el mundo debe estar repleto de Bartolos.
Pocos meses después, tras días de borrachera mantenida, di con mis huesos en un cuévano que los tarambanas de mis amigachos arrastraron al pie de la reja en que me abandonaran de pequeñín. Y allí, en madrugada invernal, don Dionisio (desde entonces mi segundo padre) me encontró aterido y borracho, pero aún coleando. Y se apiadó de mí. Y me socorrió. Y me aherrojó a la vida. Y me perdonó las incursiones que hiciera a su tonel. Y me acogió de nuevo. Así, si por navegar ¡una sola vez! en canasto, Moisés llegó a lo que llegó, yo que iba ya por la segunda singladura cestera no iba a ser menos. Pues al poco logré el puesto de mancebo, practicante, capador, sacamuelas y ayudante del doctor, que todo viene a ser lo mismo. Y con fe y celo desempeñé ese variado oficio durante largos años.
Pensaba ya que el demonio se había olvidado de mí hasta que, como ahora veréis, sucumbí de nuevo a sus tentaciones. Y es que los lustros en que me puse lustroso tocaron de golpe a su fin el día de San Blas del año 1835, día en que don Manuel, el nuevo médico, llegaba a Jalance. Venía a lomos de yegua rucia, encabezando una recua de mulas tan larga que parecía un capitán victorioso al frente de un escuadrón de caballería. Entre vítores, músicas, volteos, pasteles de calabazate y aguardiente, el ecuestre cortejo entró triunfalmente al pueblo bajo palio de enramadas de olivo por la plaza la Picota. Allí le esperaba un nutrido comité de bienvenida encabezado por el alcalde y gran parte del vecindario.
En seguida, para mi gozo, se vio que el nuevo galeno era hombre de posibles: tanto por la docena de acémilas bayas y morcillas que cargaban su ajuar, como por la veintena de familiares y amigos que osaban desafiar las asechanzas de montes y caminos, a la sazón plagados de carlistas, para hacerle compañía. Entre ellos destacaba una mocita jovenzana, risueña, ojinegra, pelinegra y de muy buen ver, que respondía al nombre de Azucena y que decía ser su criada.
En efecto, si bien los galones de don Manuel eran de médico rural, tenía fortuna de cirujano cortesano. Nada más tomar posesión mandó remozar la casa hospital y la malatería. Y adquirió en arrendamiento diez tahúllas de fértiles huertas. Y alquiló un espacioso corral junto a su casa. Y lo pobló de pollos, gallinas, patos, pavos, conejos, cabras, ovejas y un hermoso y reluciente cerdo, que parecía a Noé reclutando bichejos. Yo, por eso de que si mucho había más tocaría por barba, sugerí: “Don Manuel, vería yo más propio de su merced que en vez de un puerco criase cinco o seis, que el año es largo”. Él estalló en sonora carcajada y, con cierta sorna respondió: “Mira, Bartolo, si engordaran con sólo pasarles la mano por el lomo como el miembro viril, no echara yo seis cerdos, sino cien. No confundas el gorrino con el `mingorro´, Bartolo, que si éste no necesita sustentos para su engorde, aquel come más que una orilla río”.
El sentido del humor no era su única virtud. Don Manuel era un barbián de buena planta, barbitaheño, de tez clara y bien parecido; si bien (“nací así”- se lamentaba) bizqueaba algo del ojo izquierdo. A su natural risueño y espontáneo había que añadir la entrega en “cuerpo” y alma a su profesión. Sin embargo, pronto descubrí que era de puño prieto y de ingenuidad infantil. Con esos dones de tarjeta de presentación y con su buen hacer profesional, pronto se labró gran reputación y fue bienquisto en toda la contornada. Especialmente renombrado fue el revolucionario tratamiento que aplicaba a las mujeres con dificultades para quedarse embarazadas. Con la aplicación de un ungüento secreto que le ayudaba a preparar la criada, conseguía que muchas hembras quedaran preñadas en poco tiempo.
Todo sucedía así: la mujer, vigilada por el marido, se despatarraba en un sillón de cuero con las piernas en los reposabrazos. Acto seguido, tras inspección ocular y por preservar el secreto de la fórmula, don Manuel se encerraba con la criada en la estancia que hacía de aseo y laboratorio para preparar el específico, parece ser que al baño maría. “No os podéis imaginar la mano que tiene Azucena para esto”-ponderaba don Manuel sus virtudes alquimistas. Al poco, por eso de que gato con guantes no caza ratones y para tranquilidad del esposo custodio, salía enguantado y armado con una jeringa que introducía en las partes de la mujer. Y podrá parecer cosa del diablo, pero muchas veces el tratamiento del tío “Jeringas” (como pronto fue bautizado) daba fruto y la hembra quedaba preñada por arte de birlibirloque. Fue tal la nombradía que alcanzó por la comarca, que días había en que se veía obligado a aplicar el tratamiento cinco o seis veces. Pero nunca de forma seguida, sino espaciando las intervenciones a intervalos de al menos un par de horas: “Hay que dar tiempo a que se activen los componentes del ungüento” -aclaraba.
Venciendo su mezquindad, en esos primeros días mostró esplendidez conmigo: me regaló un par de alborgas para diario y unas albarcas para las fiestas de guardar. Pero ahí acabó su largueza, que después de eso sólo mostró liberalidad con un afectado y melindroso perrillo sotanero de aspecto frailuno y negras crenchas que con él venía. Reconozco que se me atragantó el chucho desde el principio. Y no es porque me ladrara, no, sino porque los trabajos más duros eran para mí y las mejores viandas para el mimado animalejo: “Bartolo, ve después de la consulta al Astar y riegas el cebollino”. Y ya tenemos a un desnaturalizado practicante haciendo de agricultor. “Bartolo, saca las cabras después de las visitas”. Y ahora devenía en cabrero. “Bartolo, mañana jueves vas al mercado y vendes los huevos”. Y así hacía de mercader. Si alguna vez mostraba desacuerdo respondía: “¡Desagradecido!, si estás aprendiendo a mi costa todos los oficios. No, si día llegará en que muerdas la mano que te da de comer”.
Añoraba los tiempos en que me dedicaba en cuerpo y alma a cuidar del hospital y de sus almas dolientes. Entonces era, ¡a mucha honra!, practicante o capador a secas y no “capador de secano o de caballón”, como mayormente dieron en llamarme. Ni los rapaces me enfilaban con sus pedradas cuando me sorprendían pastoreando el hatillo de cabras por las laderas del castillo, mientras, tornándose en justicieros de los machos emasculados, me cantaban aquello de: “Bartolo capa barracos./ Bartolo capa cojudos./ Capar es de pajarracos.../ ¡A Bartolo con mendrugos!/”
Y de ese modo pasé el año y pico más trabajoso de mi vida. Yo, Bartolo Expósito, cristiano viejo y destripaterrones nuevo, trabajaba más que burro y comía peor que perro. Así, se me hacía mala sangre al ver a Colás, el asqueroso chucho del bizco, cómo, con cuatro piruetas y saltitos, o con repelentes movimientos de cola, embobaba a su amo y vivía a cuerpo de rey: que de cuanta perdiz, gallo, conejo o cabrito aderezaba Azucena para el sustento de don Manuel, el gozquecillo con cara de hermano lego se cobraba los diezmos y las primicias.
Un desgraciado hecho, cual fue el saqueo del pueblo por la facción carlista de Quílez a finales de julio de 1836, al poner a mi vida en riesgo de perderla, me dio arrestos para cambiarla de cuajo, con irrefrenable deseo de tomar venganza en la hacienda del que, por su avaricia, casi me manda al matadero. Los hechos acaecieron así: ante la inminente llegada de una gran partida carlista, don Manuel y Fernández de Córdova, tuvo a Bartolo “y” Expósito “de Jalance” trajinando dos días y noches, recua de bestias arriba y abajo, poniendo a buen recaudo sus pertenencias tras los muros del castillo, defendidos por milicias de Jarafuel y Jalance. Todo lo hubiera dado por bueno a no ser porque pude comprobar en mis magras carnes lo poco en que me las tenía don Manuel. El cual, desoyendo los ruegos míos y los consejos de todos, y mostrando menos aprecio por mí que por su cerdo “Palomo”, me envió a su corral a rescatarlo, cuando se oían los trabucos y algunas avanzadillas carlistas merodeaban ya por el pueblo.
Muy a mi pesar, me sacaron del castillo. Con más miedo que cera bendita, llegué al corral y solté y pastoreé al escandaloso “Palomo”, que gruñía recio cual si fuese su San Martín. Y así, al poco, los carlistas lo oyeron, lo cazaron, lo colgaron de la picota y, tasajo va, tasajo viene, quedó en la ras…“Pa”, que del “lomo” nada más se supo. Mientras yo, al no ser comestible, conseguía alcanzar el castillo. Aunque, capador capado, una docena de perdigones hicieron blanco en mi negro trasero y zonas aledañas. Que, amén de quedar ciclán, lo de “Bartolo tenía una flauta con un agujero solo” nunca, para mi desgracia, será posible cantarme más.
O me espabilaba o me espabilaban. ¡Válete por ti, Bartolo!, decidí. Así que, de vuelta a la normalidad y a mis cien oficios, empecé por mejorar a escondidas mi parca dieta, hasta entonces cuajada de higos chumbos, patatas rijadas, tortillas de porrinos sin huevos, olivas zapateras, mendrugos de pan con pringue y algo de vinillo peleón que Azucena me daba bajo manga por hacerle mandados. Pensaba y pienso que los diablillos en el infierno deben dar parecido rancho a los condenados. Justificábame al principio diciéndome que hurtaba por llenar el mondongo, que es lo mismo que decir que por conservar la salud que Dios me dio; que si por las hambres cayera en las redes de la enfermedad, no pudiera seguir sirviéndolo. ¡Todo sea por Nuestro Señor!
Recordaba los decires de Tiburcio “el Escarbaeras”, cuando, apresados bajo los sobacos traía un par de melones trincados en el bancal del vecino, decíame con sorna: “Bartolo, no me tengas por ladrón, que los pobres no podemos cultivar las virtudes ni otras lindezas, que eso queda para los del buche lleno”. Otras veces me aleccionaba en Teología: “Amigo, ¡cumple los diez mandamientos siempre, siempre!, pero después de comer”. Además, como Juan “y Medio” Mendizábal acababa de meter mano en la hacienda eclesiástica, yo acataba la ley y “desamortizaba” mi parte. Así tenía la conciencia tranquila y el bandullo también. Y no me temblaba el pulso cuando cogía un conejo y, tras untarle el trasero con gallinazas, lo llevaba ante don Manuel y decía: “Mire vuestra merced, le entró una descomposición perniciosa”. A lo que él respondía: “Llévatelo y tíralo, no se extienda el mal a los otros”. Y yo lo tiraba, ¡vaya si lo tiraba!, pero al pozo sin fondo de mi andorga. Otras veces retorcía el pescuezo del mejor pollo, le arrancaba plumas y mentía: “Murió en buena lid contra otro pollo, que era algo pendenciero”. Y él, con el gesto aprensivo que se pueden permitir los bien nutridos, me mandaba darle giro: “Al muladar con él, que sea pasto de grajos y zorras, que también son criaturitas de Nuestro Señor”. También me resultaba fácil beber vinillo de balde: cazaba una moscarda verde, la echaba en el jarrón de vino del doctor, que tenía más de pila bautismal o de pilón que de jarra, y éste, dando el vino por perdido, extraía el insecto con disimulo porque yo no lo viese y me ofrecía el cantarillo diciéndome: “Bebe, bebe, Bartolo, para que veas la mucha estima en que te tengo”.
En la noche de la Virgen de Agosto, mientras atizábamos la hoguera de los cofrades en la plaza de la Iglesia, don Manuel me mortificaba alabando como siempre los dones de su perro: “Es más listo que Briján y más obediente que novicia”. A lo que yo repliqué: “No pondré reparos a su listeza, pero en cuanto a obediencia… Apostaría un par de arrobas de vino a que el gato del sacristán que dormita a mis pies es más obediente que su perro”. Burlóse al punto el “Bizcuejo” (como también era conocido) de mi atrevimiento y aceptando el guante contestó: “Si los gatos no atienden a nadie, Bartolo, y menos Sandalio, que es mansurrón y ceporro. ¡Venga la apuesta! ¡Hoy beberemos todos a costa de Bartolo!” Yo, por no dejar ningún cabo suelto, fijé las normas: “Don Manuel, ganará el animal que más rápido cumpla la orden que se le dé”. Y así, ante testigos, se aparejó el reto.
Él, seguro del triunfo, tomó la mano y empezó: “Colás, un, dos, tres, ¡muerto estés!” Y cuatro y cinco y seis…, hasta diez hubo que contar para que Colás terminase tumbado panza arriba con el rabo tieso. Festejó la concurrencia la diligencia del mal bicho y esperando emborracharse pronto a mi costa me decían: “¡Bartolo, manda a Sandalio que ande a la pata coja!” O, los más graciosos: “Dile que nos eche una poesía”. Pero yo, haciendo oídos sordos, agarré al felino por el pescuezo para guardarme de ser arañado y, al par que le ordenaba “¡Salte del fuego, Sandalio!, ¡salte!”, lancé al gordinflón gato a la hoguera. Y no se pudo contar ni una, que en menos tiempo que se persigna un cura loco salió cual bala de fuego, maullando como diablo en infierno. La risotada fue tal que todos los vecinos del pueblo se allegaron por ver qué ocurría. Y rieron todos. Y bebieron los que pudieron. Y brindamos por mi ocurrencia, por el chamuscado Sandalio y, ¡quién tal pensara!, por el perrillo del matasanos.
La popularidad alcanzada me dio nuevos bríos para enfrentarme al chucho y a su dueño.
Mi ingenio me llevó a hacer incursiones exitosas por el mundillo de las Matemáticas y de la lírica. Y llegué a inventar el pícaro “Teorema de la docena”, que más o menos dice así:
La mutación del dieciocho,
su encogimiento en docena,
es demostrado en virtud
del siguiente teorema.
Rebusca bien el corral.
Si es posible de dos yemas,
cójanse dieciocho huevos.
Alza seis por donde puedas
y da buena cuenta de ellos
a la hora de la cena.
Lleva los supervivientes
ante su dueño o su dueña.
Cuéntense uno por uno.
Recuéntense en su presencia.
¡Vuélvanse a contar mil veces!,
que siempre darán docena.
Con las manos en la tripa,
sujetando la huevera,
júrese que ahí están todos
los que las aves pusieran.
Y no habrá perjuro en ello,
que las cáscaras no cuentan.
¡Vive Dios que estarán todos!,
aunque algunos no se vean,
en la panza y en las manos,
seis por dentro, doce fuera.
Con trucos tales no faltaba faena para mi boca. Floreaba cestos, esquilmaba orzas y sangraba costales. Bebía leche de cabra en el pitón original. Los tomates más aromáticos sucumbían a mi voracidad en el mismo surco. Melones, pepinos, melocotones, pavías..., todos los frutos que más gozo daban corrían pareja suerte. Con estas argucias me torné más peligroso que tizón en pajar y conseguí equiparar mi alimentación a la de Colás, el mejor nutrido perrillo que el mundo viera. Sí, sí, ya se que mi ambición podía haberse contentado con mejoras en la pitanza; pero, ¿quién pone riendas a la avaricia? Yo no supe, pues, aconsejado por Satanás, que usa de astutas argucias, pensé también en llenar mi bolsa de dineros. Pero, ¿cómo podría aflojarle los caudales? Ni el floreo de la caja de la consulta era posible, porque dentro de la cabeza del doctor había un preciso ábaco que llevaba la cuenta de todas las monedas que recaudaba, pues por el sonido que hacían al caer conocía el calibre de la pieza. Ni estando enfrascado en la más íntima auscultación perdía la cuenta.
El día de San Miguel, acabadas las visitas domiciliarias, estábamos sentados con unos vecinos en la puerta de don Manuel, en la calle del Hospital. Como siempre, el doctor de ojo rabudo -se ve que no había escarmentado- quería mostrar a todos las gracietas del chucho: “A ver, Colás, ¡da una volteleta!”. Y muy diligente, el perrito giraba hecho un ovillo. “Atiende, Colás, ¡a dormir!”. Y se ponía tripa arriba. “Piensa, Colás, ¿quién es el más borrachuzo del pueblo?”. Y el perro se allegaba a mí y me ladraba con descaro, con chulería, con la prepotencia de los gozquecillos que saben les ampara un dueño consentidor que respalda sus histéricos ladridos. Festejaba el galeno y el vecindario con grandes risas las lindezas del repelente animal, mientras éste, empalagoso y pelotero, seguía haciendo cuanto le mandaban. Tanto entusiasmo mostraba don Manuel y tanto quería presumir de la inteligencia de Colás, que, henchido de satisfacción, exclamó: “¡Y qué perro!, ¡nunca viose otro igual! ¡Si no le falta mas que hablar!”
Hízose la luz en mi cerebro, que creo la encendió el mismo demonio, y al vuelo contesté: “Será porque su merced no quiere. Ayer leí en el periódico que traía el balijero de la diligencia que se ha inventado en Inglaterra un método científico que enseña a hablar a los perros”. Él, como si se le hubiera aparecido la Virgen, la corte celestial y el santoral en pleno, quedó cegado ante lo que oía. Se puso de pie y, sin dudar un instante, prometió: “Mi perro tiene que hablar”. A lo que yo repliqué: “Latín ha de aprender. Pero sepa que la academia canina está en Valencia, que hay que pagar la matrícula, las clases y el internado. En junto suman seis mil reales de vellón por el curso de seis meses…, según `El Constitucional´ decía”. Afilándose la barbilla con la diestra como cuando calculaba algo, musitó para sí mismo: “No pondrá el dinero freno a mi voluntad, que yo por Colás hago lo que sea menester. Bartolo, tú cuidaras de él”.
Dicho y hecho. En despuntando la aurora tomamos el camino a Valencia. Colás, que algo barruntaba, me ladraba como un descosido desde el serón de la mula. Atados a mi cintura llevaba los seis mil reales del perrito. En la faltriquera, los trescientos que para mi sustento me diera el muy miserable. En mi boca, una canción. En mis oídos, los ladridos del chucho. En mi cabeza, una sola idea: enviarlo al purgatorio de los perros a la mayor brevedad posible. Así, en llegando al Regajo, cuidándome de no ser visto por nadie, enarbolé el garrote que llevaba para mejor andar y –¡Dios me perdone!- le aticé entre las orejas, parando así, en seco, esa endiablada máquina de ladrar. Acto seguido, lo lancé al río con pedrusco atado al cuello. De esa forma todos los reales fueron para mí, Y, ¡vive Dios!, que supe sacarles partido. Tanto por el camino, comiendo de caliente y durmiendo en blando, como en Valencia, recorriendo todas sus posadas y tabernas.
El fin del mejor medio año de mi vida, de los dineros y de mi dicha vinieron parejos. Nada más llegar a Jalance me personé ante don Manuel y le di nuevas. Le hice ver la grave inconveniencia, ¡no permitida por la academia!, de interrumpir los estudios del perro más espabilado de la cristiandad, cuando con tanta aplicación y provecho los estaba siguiendo. Añadí con excitación que Colás hablaba con soltura, que sabía Latín y Filosofía, pero que debía estudiar seis meses más para alcanzar el doctorado en Medicina. Tal era la fascinación que despertaba que le habían regalado una carlanca de plata donde aparecía escrito su nombre actual: Es-colás-tico. “¡Cuerpo de tal!, si hasta para la elección de nombre muestra ingenio” -exclamó. Yo seguía dorándole la píldora: “Sepa, don Manuel, que Escolástico es el perro más aventajado de la academia; que va dos cursos por delante del podenco del marqués; que al galgo del Arzobispo se le atragantan las tablas de multiplicar… ¡Vamos!, que todos admiran la inteligencia de Escolástico”.
Don Manuel, con cara de gozo infinito, exclamó: “¡Por Cristo!, mi buen practicante, me admiran las nuevas que traes, que a no ser por la fe que tengo en la ciencia, las tuviera yo por portento avisador del fin del mundo”. “¡Quite! -le interrumpí-, que veo la mano de San Antón en todo esto”. A lo que el doctor replicó: “No blasfemes, Bartolo, que no hay intervención divina. Que es la ciencia, Bartolo, la ciencia, que de seguir tantos inventos y avances científicos, día llegará en que oirás cantar zarzuela a las chicharras o gregoriano a las ranas”. Acabadas estas pláticas, me arreó seis mil trescientos reales y con voz autoritaria ordenó: “Bartolo, momento es de partir. Conviene a Escolástico estar con gente conocida. Anda, carísimo Bartolo, todo sea por Escolástico”. Tiene gracia el doctor, llamarme “carísimo” mientras pretendía arreglarme con cincuenta míseros reales por mes.
Y así, sintiendo bajo mis ancas el trote de la mula sobre los relejes del camino, partí con contento y con dinerillo fresco quemándome las manos, resuelto a sacarle el máximo jugo, como así hice. Pasado el medio año de rigor, que no de rigores, volví y me personé ante don Manuel con cara de circunstancias y con una carlanca de plata con el nombre de Escolástico impreso, que mis buenos reales me había cobrado un platero valenciano. Pero sin Colás, claro, que a estas alturas andaría diseminado en las tripas y las pinzas de los más aguerridos cangrejos del Regajo. El enojo en mi cara evidenciaba la gravedad de lo sucedido. Los negros presagios dejaron al doctor inerme y mudo. Yo empecé con el cuento que traía preparado: “Don Manuel, sepa que al fin Escolástico alcanzó el doctorado `cum laude´ en Medicina; pero, ¡ay!, a más conocimientos más engreimiento. Que se burlaba de todos y muy en especial de su merced. Incluso, el muy desagradecido le sacó coplas: `Matan más las recetas de Don Manuel que las escopetas del cuartel´ o, `Tiene tanto peligro su minga como su jeringa´. Que sí, que sí, que por la obligación y afición que tengo a su señoría le recriminé su maledicencia: `No debes contar chismes de tu amo, ni menos aún las faltillas que falsamente crees haber observado. Que la discreción es la primera y más importante virtud del hombre y de cualquier bicho que alcance su sabiduría´, le aconsejé.
Puedo jurarle, don Manuel, que cayeron en saco roto mis advertencias. Mientras cruzábamos el Regajo, se plantó sobre una pasadera y con gesto desafiante dijo: `Bien parece, Bartolo, que tenéis al mediquillo por lo que no es. ¿Qué dirás cuando sepas que la ` buena mano de Azucena´ que le ayuda en la elaboración del ungüento empreñador se limita a extraer los humores viriles de don Manuel, que al fin son los que introduce en la jeringa? ¡Que no es lo mismo hacerlo al baño maría que hacerlo con María en el baño! ¡Que el taimado “Bizcuejo” está llenando de Manolitos bizcos toda la contornada! Que ya son varias las docenas de criaturitas que desbarran por el izquierdo. Que pronto la comarca entera se llamará Valle de Bizcópolis o de Bisojolandia. Y, como día llegará en que la infantería manuelina se reproduzca a su vez, en pocas generaciones las hordas estrábicas dominarán el mundo. Y su emperador será Don Manuel. Y su trono, el sillón de la consulta. Y el cetro imperial, su jeringa. Ganas tengo de desenmascarar ante el pueblo y ante los Tribunales sus arteras artes eugenésicas´.
Mire usted, mi reverenciado don Manuel, que nunca he tolerado ni toleraré que vaya su honor en lenguas de nadie. Por eso no pude soportar oír al desagradecido perro tantos embustes como decía de usted. Así, pienso yo que el garrotazo con que le partí el cráneo no fue sino un rayo lanzado por el mismo Asclepio para hacer justicia”.
Contrastaba su negra levita con la palidez de su cara, donde brillaba su rabudo ojo inyectado por fuego de ira. Las palabras de indignación brotaron de la boca de don Manuel: “Perro largo de lengua, malediciente, murmurador, malicioso, envenenador de honras, levantador de calumnias, creador de agravios, lanzador de embelecos, alcahuete de tres al cuarto, perro de Satanás, así te pudras en el infierno. Bien hiciste, mi buen Bartolo, en despacharlo con tu vara de justicia. Los cielos se alegrarán de que devolvieras a Lucifer lo que suyo era. ¡Que Dios te bendiga!, fiel Bartolo. Ya sabré yo recompensártelo”.
Y vaya que si supo, que de padrastro mío pasó a padrazo (¡y ya van tres!). Desde ese día no tuve que ejercer de pícaro para llenar la tripa, pues don Manuel me otorgó el tratamiento de perrillo suyo en el yantar y el de practicante puro, sin adherencias agropecuarias, en el laboreo. Así, entre plácidas consultas y visitas, y por comer más que un sabañón, mi talle pasó de velita de la Candelaria a cirio pascual. Fue tal el apego que cogí a don Manuel, que me resolví a no soltar esa plácida oportunidad de deambular por este mundo. Así, cuando poco después mudó –fuerza bisoja manda- de destino, le seguí por pueblos y ciudades, sembrando de bebés bizcos los más estériles páramos de España; que si hoy ya estamos en el Escorial buscando la futura ubicación de un gran nosocomio que conmemorando las hazañas de don Manuel eclipse las de Felipe II, mañana llegaremos, con ánimo de empreñar hasta a las mulas, a tierras madriles.
Y es que, al obligárseme a estudiar en la universidad del hambre, aprendí que, aunque en este injusto mundo siempre habrá más burros que pesebres, uno se ponía gordo si hacía la vista gorda. Y que si bien el “tío Jeringas” tenía sentido del humor, también tenía humores con sentido, con sentido empreñador; y yo supe aprovecharme de ello. También descubrí que en boca cerrada no entran moscas; pero sí todo tipo de viandas. Y que, a veces, para dejar de ser un pobre diablo hay que mudar a diablillo. Todo este saber se resume en que, como yo vengo haciendo, con paso de buey, diente de lobo y haciéndote el bobo se puede andar con provecho por las trochas de la vida.
En fin, como ya indiqué al principio y ahora creo haber demostrado, yo, Bartolo Expósito, practicante, mancebo, sacamuelas y capador de gorrinos, perros, gallos, burros, cabrones y lo que se tercie, os vuelvo a aconsejar a todos, estrábicas criaturas del futuro, que nunca digáis “de esa agua no beberé” ni, especialmente, “ese médico no es mi padre”, que como habéis visto puede serlo de mil formas. Aunque, ilusos vosotros, barrunto que en cuanto esto leáis, iréis raudos a escrutaros el rostro en el espejo y quizá creáis –sólo por la costumbre de haberos visto siempre así- que tenéis alineadas las pupilas, recto el mirar y, “¡Uf, qué alivio!”, ingenuamente determinéis que vosotros “no, no y ¡no!…”, que vosotros no estáis “¡ni un pelín!” bizcos.
José Vicente Poveda Mora
Magnífico el artículo escrito por D. José Vicente Poveda Mora con el título de "El perrillo de Don Manuel". Su lectura ha sido amena e interesante y me ha hecho rememorar relatos "graciosos y simpáticos" referidos a Pícaros de nuestra literatura del Siglo XVI y XVII.
ResponderEliminarNo conozco el autor, al menos por el nombre con que firma el artículo, sin embargo he de reconocerle una gran facilidad expositora y unas grandes dotes a la hora de describir situaciones puntuales. Sitúa la acción en Jalance, precioso pueblecito del Valle de Ayora, pero igual pudo situarlo en cualquier localidad de la geografía nacional. En cuanto al tiempo en que ocurrieron los hechos los hace coincidir con la primera mitad del Siglo XIX, pero los pudo situar, sin temor al equívoco, en cualquier momento del posterior siglo. ¡Vivimos en esa nebulosa durante más de dos siglos!
Repito que me ha gustado. Mi felicitación al autor de tan interesante relato y prometo leerle cuanto se digne publicar y que yo tenga acceso.
Saludos