DIÁLOGOS DE CAMPIÑESES. (Segunda parte)

Por Armando Gresca y Lío.

En la primera parte de estos Diálogos reflejé varias anécdotas, casi todas reales, que ocurrieron en mi pueblo por aquellos años de mi infancia y juventud. Años de penurias y hambruna, de bocas cerradas y señoritos gandules y viciosos, aunque no lo eran todos pero sí los suficientes para que quedaran malos recuerdos en las mentes de muchos de los que tuvieron que padecer sus iniquidades y tropelías.

El Tóbal y el Perico eran otros dos campiñeses más del campo que una mata de grama. Pero honrados y trabajadores como todos los de su estirpe, un linaje cuajado de calamidades por la carencia de trabajo pero que no podían estar con los brazos cruzados.

Si era invierno a varear olivos, a podar, espectugar y labrar con el arado, el brabán o a mano, con  la azada, los pies de los olivos; en primavera sembrar cereales y legumbres o buscar collejas y espárragos; en verano segar trigos y cebadas, arrancar garbanzos y yeros, espigar y cuidar el melonar, y en el otoño buscar guízcanos en la sierra, recoger leña para la chimenea y hacer cisco para el brasero. Sus manos, agrietadas, eran el espejo de su azarosa y dolorosa vida.

Otros se metían entre los trigales buscando y recogiendo avena para, cuando tenían un  buen haz, ponerlo encima de la barbacana de la Plaza de los Caños y esperar a que alguien quisiera comprarlo y de esta manera llevar a su casa unas pesetas.

Allí, en la Plaza de los Caños, se solían reunir los parados porque era en este lugar donde se presentaban los encargados de las fincas para seleccionar a unos cuantos para alguna faena en el cortijo. Me dijeron que uno de los hacendados le dijo a su encargado: -Vete para el pueblo y en la Plaza buscas a seis hombres que reúnan estos requisitos: Que sean jóvenes y fuertes y que firmen con el dedo. Si en  vez de media docena hubiera precisado de un centenar igualmente los hubiera encontrado.

Pero bueno, aquello ya pasó y aunque los recuerdos son ineludibles y los pelos se nos pongan de punta al recordar tanta injusticia y tanta miseria, hoy aquellos hombres enteros, honrados y trabajadores sin hiel, casi todos jubilados, pueden pregonar a los cuatro vientos que fueron capaces de cambiarle la piel a su País, hincándose, en muchas ocasiones, las uñas en las palmas de las manos para no desfallecer.

Pero vamos con el Tóbal y el Perico, que aquel día regresaban de podar y caminaban con la barja y el hacha al hombro por el camino que pasaba por la puerta del Cementerio. El sol se estaba ocultando y la penumbra se enseñoreaba del territorio.

EL TÓBAL: -Hay que ver, Perico, te juro por lo más sagrao que si no fuera porque vamo lo dos daba un rodeo pa no pasar por la puerta del cimenterio a estas horas de la tarde.

EL PERICO: -Porque eres un cagao y no sabe que los que hay ahí adentro no hacen na, están más quieto que Carracuca. Vamo hombre, paece mentira que un tío como tú le tenga mieo a lo difunto.

EL TÓBAL: -Sí, tú habla asina porque vas conmigo, que si fuera solo haría lo mesmo que yo.

EL PERICO: -Quién, yo, te voy a demostra que no le tengo mieo a naide y meno a los muerto. Me están dando ganas de cagar y lo voy a hacer en la tapia del cimenterio, espérame un poco más alante.

Y el Perico, uniendo la acción a la palabra, se acercó a una de las tapias, la que daba al pueblo, se bajó los pantalones de pana y se puso a defecar mientras el Tóbal lo esperaba sentado a unos cien metros del lugar.

Pero mira por donde, dentro del Cementerio se encontraba un muchacho que, saltando la tapia con un saco, se había dedicado a coger hierba para los conejos y una vez lleno el saco lo lanzó por encima de la tapia para luego saltar él.

El saco con la hierba le fue a caer encima al Perico cuando éste se hallaba soltando mierda y fue tal el susto que, sin pararse a subirse los pantalones, salió corriendo, más blanco que los muertos, con las nalgas llenas de caca tierna y olorosa.

Llegó a la altura del Tóbal con el corazón que se le salía del pecho, y éste se hallaba riendo hasta caérsele las lágrimas porque lo había presenciado todo y vio salir el saco, caerle encima a su amigo y acto seguido saltar al muchacho, que ya no pudo recoger el saco porque estaba encima de la mierda que había echado el Perico.

Lo que tenga de cierto la anécdota, cuyo comentario escuché en la taberna de Dominguico el Padiego,  no soy quien para negarlo ni afirmarlo, pero si puedo decir que conocí a un muchacho al que llamaban Perico el Cagalera y a otro al que nombraban por Tóbal el Risueño, que eran muy amigos.