Por los difuntos Marqués de la Bragueta y Marquesa
de la Braga.
Queridísimos amigos
terrícolas; nos hallamos, como siempre, sentados sobre el césped, entre
frondosos árboles y plantas aromáticas. Mi esposa, amante de la flora, se
extasía contemplando la multitud de flores que hay en este lugar. No pueden
ustedes hacerse la más mínima idea de los aromas y colores de las especies de
plantas que aquí existen. Olores y tonalidades que son desconocidas en la Tierra
y que están perennemente vivas, no es necesario renovarlas ni cuidarlas.
Seguimos escuchando a la
Banda y al Coro interpretando, sin descanso, sus maravillosas partituras, tan
deleitosas y sublimes que arroban los sentidos. Si los humanos supieran lo que es
estar en este Paraíso, nadie iría al horroroso Infierno, llegarían aquí
directamente.
Como lo ha hecho el que en
España fuera el primer Presidente de la España democrática, Adolfo Suárez González, al que hemos visto caminando
despaciosamente, llevando de la mano a su esposa María Amparo Illana Elórtegui y
a su hija mayor Amparo Suárez Illana, el caballero de la dignidad, el hombre
que supo hacer una Transición ejemplar, que ha quedado entre los buenos
españoles como el prototipo de político puro, valiente, inteligente, honrado y
caballeroso. Transición que fue alabada por todos los países democráticos.
Sabemos que ha llegado al
Paraíso purificado por las desgracias familiares y por una grave enfermedad.
Eso ha agrandado aun más su talla, no ya como hombre de Estado, sino como ser
humano. En los últimos años de su vida no reconocía ni a sus hijos.
Fue recibido por antiguos
compañeros de la política española, que llegaron antes que él, que lo abrazaron
y lo ensalzaron: Torcuato Fernández Miranda, Manuel Gutiérrez Mellado, Leopoldo
Calvo-Sotelo, Francisco Fernández Ordóñez, Juan José Rosón, Josep Tarradellas,
Pío Cabanillas Gallas, Antonio Fontán Pérez, Joaquín Garrigues Walker, Agustín
Rodríguez Sahagún, Francisco Álvarez Arenas, José María de Areilza, Manuel
Fraga Iribarne, Carlos Robles Piquer y su paisano Claudio Sánchez Albornoz.
Se abrazaron efusivamente y
él, mostrándoles sus manos, les dijo: Mirad,
queridos amigos, han llegado hasta aquí limpias, sin mácula que las pudiera
ensuciar. No me serví de la política sino que serví a la política para que
nuestro país fuera una Nación democrática. Recibí a cambio todo tipo de desprecios
y difamaciones, de unos y de otros, pero no me amilané, seguí por la senda que
un día me tracé por el bien de nuestra amada España. Fue muy aplaudido
por todos los que lo escuchaban.
Se sentaron todos a su
alrededor y uno tras otro, le fueron
transmitiendo sus parabienes y alabanzas por haber conseguidos que España fuera
un País donde cupieran todos, donde se pudieran debatir todas las ideas, por
muy dispares que fueran. Reconocieron
que tuvo en contra a los nostálgicos del Régimen anterior, a los militares, a
la Iglesia, a los Sindicatos, a la Patronal, a la Banca, pero pudo con todos,
aunque tuviera que tragarse sapos enormes, sobre todo por la despiadada
arremetida del terrorismo, que asesinaba diariamente como agradecimiento al
indulto que les había concedido y que puso en la calle a todos los presos de
ETA.
Los grandes hombres se
conocen por su trayectoria vital en todos los órdenes de la vida, y la suya fue
ejemplar y digna. Y fue tan digno y ejemplar que no sintió odio hacia nadie,
teniendo motivos para ello. Vistió la
camisa azul y la blanca y con ambas demostró que tan solo le interesaba España,
sirviéndola con entereza y con grandeza de miras en su dilatada vida política.
Podía prometer y prometía y todo por su País.
Para él esta frase del Papa
Francisco: No sirve de mucho la riqueza
en los bolsillos cuando hay pobreza en el corazón. No anheló riquezas terrenales
porque su corazón estaba preñado de amor por su España.
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